ALGUIEN EN LA VIDA

peaje

Siempre soñé con ser un cajero de peaje. De pequeño me envolvía la idea de cobrar por circular y de saber hacia dónde van y a dónde llegan las personas. Ese cubículo inmóvil debía encerrar más secretos que un confesionario, pensaba. Y allí, en la mitad del tiempo de los viajeros, tenía que probar mi suerte.

Nunca fui bueno con los números. Por eso ensayaba los vueltos cuando mi madre me mandaba a comprar una cajetilla de Advance o una bebida de litro a la esquina. Si no lo hacía, si no me entrenaba contando dinero, nunca llegaría a ser alguien importante. Alguien con el poder de decidir quiénes pasan y quiénes quedan en el camino. Pero como soñaba con destacar fui también un buen aprendiz. Si pagaba $800 con mil, decía con entusiasmo “son $200 doña Inés”. Si cancelaba $1.400 con un billete de $5.000 murmuraba “son $3.600, son $3.600, son $3.600”. Y cuando me entregaban el sencillo tal cual lo había imaginado, sentía el mismo orgullo que debió sentir Hawking cuando descubrió los hoyos negros del universo.

Y así me fui puliendo para ser un buen cajero. Las fracciones me costaron mucho. No era de los que andaba por ahí dividiendo el mundo. Prefería los enteritos a los trajes de dos piezas. Pero finalmente lo logré. Dibujando números en mi cabeza, en mi camisa, debajo del colchón, en el espejo ahumado del baño, en la tierra húmeda del invierno y en los labios de una mujer que me enseñó a contar cada beso, entendí que incluso la vida podía ser dividida en pedazos.

Cuando ya supe contar números quise aprender a contar historias. Porque en las carreteras hay que saber contar historias. Y si no sabía yo de aquello no podría ser el cajero que me empeñaba en ser. En el asfalto de las autopistas hay perros muertos, ciclistas, vendedores de su futuro, caminantes de noche y de día, ermitaños que se cansaron hasta de su propia sombra, suicidas, furtivos amantes que aceleran el pulso al ritmo del bocinazo del camionero, mujeres solas, hombres solos, niños adivinando letreros y todo un cruce de llantos y de alegría.

Estuve un año hurgueteando en cada historia. Sentado en una sencilla silla de paja y de madera, veía pasar desde la orilla miles de vidas que iban y venían adelantando al viento y señalizando direcciones. Un pájaro equilibrado sobre los cables de un poste me soplaba quién se aproximaba y qué cosas le avivaban y le ahogaban el alma. Esos, los de la camioneta gris, van a descansar al sur, siete días, me decía. Celebrarán allí el aniversario de muerte de su padre, cazarán conejos y reirán después escupiendo perdigones al escabeche mientras se asoman los recuerdos. Ése otro trabaja por la zona y reza el rosario cuando va y cuando regresa, me cantaba el pájaro al oído. Ya está muerto, por eso reza. Falleció cuando un bus partió su auto en dos. Quiere llegar manejando al cielo, por eso insiste en la carretera.

Cuando ya me sentí preparado, inicié todos los trámites para graduarme de cajero de peaje. Envié mi curriculum y una carta de recomendación (de doña Inés) al Ministerio de Transportes y Urbanismo. Allí debí completar un formulario y poner sobre el papel mi firma y mi huella. Los documentos fueron enviados a la Notaría de Carreteras donde debían acreditar que yo era yo. Y después de un tiempo de investigación confirmaron mi identidad y mi inocencia y me entregaron el diploma que con tinta de aceite y lubricante me acreditaba como “cajero de la cabina número 2 del peaje de Trolladura”, una vía extraviada y de tráfico exiguo, ideal para principiantes.

Llegué allí un día soleado. Esperanzado en mi destino, entré en mi lugar, dejé un sándwich de queso y jamón en una pequeña cajonera y comencé a ordenar, con especial cuidado, los billetes, las monedas y el recibo. Todo como si fuera un rito. Allí donde otros detienen su marcha yo comenzaba mi futuro. Sentí orgullo y satisfacción. Por mí, por mi madre, por ser, al fin, alguien en la vida.

A lo lejos un auto viejo se aproximaba. Iba al volante un hombre joven, moreno, con la vista fija en el frente y los labios un poco tiesos, como señal de concentración y enfado. Lo acompañaba un hombre mayor, con un gorro de lana sobre la cabeza, anteojos gruesos y surcos que recorrían su rostro. Dormía. Y atrás cargaban con su equipaje y con su historia. Buenos días, dije. Buenos días, repitió. Recibí el dinero. Le devolví justamente lo que correspondía. Apreté el botón, y por primera vez, se abrió la valla. Ellos pasaron y yo los vi perderse sobre la última loma de la carretera.


Por Matías Carrasco.

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