En una búsqueda rápida por internet encuentro el primer significado de la palabra indignación: “sentimiento de intenso enfado que provoca un acto que se considera injusto, ofensivo o perjudicial”. Desde esta perspectiva, indignarse es una acción de involucramiento, porque algo o alguien nos importa a tal punto que nos cambia el estado de ánimo, nos nubla la vista, o en algunos casos, la vida.
La indignación es una reacción a una justicia engañada, y como son las reacciones, suelta las amarras intempestivamente, como un tsunami, torpe, fuerte, en oportunidades violento y avasallador. Así actúan los indignados. Porque el mundo, el propio o el ajeno, les revuelve los sueños y el alma.
El que sabe de indignaciones grita, levanta la voz, se hace escuchar. Algo quiere decir. Hay un dolor en alguna parte que nos quieren mostrar. Por eso quien se indigna se molesta, se rebela y puede incluso quemarse, desnudarse, destruir o tirar de la mesa para que su verdad sea también develada.
La indignación no sabe de apatía. La indignación no es obediente, sumisa o correcta. La indignación despierta cuando duerme la justicia y vuelve a cerrar los ojos cuando los que sufren encuentran su paz y su consuelo. Por eso atraviesa corazones. Por eso la lucha. Por eso el riesgo de perder incluso la propia historia.
Los indignados, como los poetas, traen ante nuestros ojos un misterio. Descubren frente a nosotros algo que no vemos o que neciamente no queremos mirar. Y lo hacen con vehemencia porque nos resistimos. Y mientras los indignados persisten, otros intentan callarlos, ignorarlos o marginarlos. Es lo que ha pasado en la historia reciente de la iglesia católica chilena.
Quienes se indignaron con los abusos sexuales, las víctimas de delitos clericales, las personas que reclamaban desde Osorno pusieron el pellejo sobre la mesa porque les importaba la justicia. Con ellos, con otros, con la misma iglesia. Pero por años fueron minimizados y ninguneados por la institución pero también por un montón de laicos que prefirió mirar hacia el lado por “no hacerle daño a la esposa de Cristo”.
Por eso pienso que las medidas que está adoptando el Papa, incluidas las expulsiones de Karadima y Precht, no son mayoritariamente mérito del mismo pontífice o de la curia en Roma, sino más bien de quienes con porfía y abnegada resistencia lucharon por mostrarnos un escándalo que ha herido y que ha matado tanto.
Es la crónica de la indignación de los violentados y los acallados. Sin ellos y ellas, sin su ira, sin su estruendo, sin las espinas que han clavado la cabeza de la misma Iglesia, el Papa no hubiese afinado su vista y su determinación.
Es la indignación la que nos despertó. Esa que la misma iglesia intentó por años silenciar. Esa que todavía le cuesta valorar. No hay que temerle a los indignados. Ellos y ellas están vivos porque hay algo que realmente les importa y les hace hervir la sangre. Hay que temerle más bien a la uniformidad y al espejismo de lo igual. Esa ordena y adoctrina, pero anestesia y adormece el alma.
Por Matías Carrasco
Espectacular y emocionante tu columna Matias . Se agradece el poder emocionarse , disfrutar, y entender con más claridad ,este tema de los indignados , sentimiento intenso y necesario que tú nos trasmites con tanta garra y profundidad ! Gracias y felicitaciones !
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Deben ser reconocidos como #LOS PERSONAJESDELAÑO !!
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Te sigo el blog, son temas tan actuales e injustos, y tú denuncias con agudeza y abres los ojos …que hasta los ciegos puedan ver..gracias por eso y tu valentía…
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Concuerdo con las opiniones vertidas y felicito al editor!!!
Especialista en Abuso Sexual.
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