La historia es conocida, pero vale la pena ir a buscarla nuevamente y traerla hasta nuestros días. Es el relato de la resurrección de Jesús. Yo prefiero hablar del hombre, el nazareno, el de aspecto sencillo, el pobre y el que vivió las alegrías y avatares de este mundo. El otro, el hijo de Dios, a veces se me pierde entre tantas alabanzas y misterios. Algunos creen y otros consideran su regreso a la vida una fantasía, un invento o una treta para ganarse la fe de los que claman por darle sentido a su existencia. Pero aún así, sabiendo de todo aquello, vale la pena recordar esta historia.
Jesús murió humillado, como un delincuente, clavado en una cruz, a ojos de una madre doliente y de discípulos que lo quisieron, lo siguieron y creyeron en su reino y en su grandeza. Sin embargo el hijo del creador expiraba en el madero sin magias y sin milagros que lo libraran de su hora más oscura. Incluso Pedro llegó a negarlo por no ver en el abatido al mesías, al triunfante, al que conoció y en el que confió su vida.
Imagino a María desolada. Era su único hijo. La veo atravesada por el dolor y el sinsentido. Vacía de tanto llorar a los pies de la cruz. Imagino a sus apóstoles desconcertados, huérfanos y tristes. En Jesús estaban todas sus apuestas y la promesa de un reinado donde no habría más hambre ni sed. Sin embargo, la profecía de una vida mejor terminaría para ellos abruptamente, en un confuso laberinto de miedo, angustia y desilusión.
Pero en medio de las preguntas y la perplejidad que trae la muerte, ocurrió lo inesperado. El primer día de la semana, como rezan las escrituras, la piedra que cerraba el sepulcro había sido removida y el cuerpo de Jesús ya no estaba allí. Fue una mujer o tal vez dos, quienes descubrieron el hallazgo. Ellas, que han parido, saben dar vida y descubrirla aún entre tumbas y epitafios que hablan de muerte y no de existir. Después Jesús se les apareció a los caminantes de Emaús que solo lo reconocieron cuando partió el pan y finalmente se mostró a sus discípulos con sus manos y pies heridos. “Paz a ustedes”, les dijo. Y ellos, después de no creerlo, quedaron alegres y maravillados.
La historia es magnífica. Aunque fuera un cuento, es extraordinaria. Es el triunfo de la vida sobre la muerte. Nos da esperanza cuando no había ninguna. Es un final donde todo comienza. Es el feo y erizado cactus de Neruda que florece aún en medio de las rocas y el oleaje furioso y despiadado. No hay que esperar a morir para ver lo que puede hacer la resurrección.
La vida se vive distinta si uno anda cazando resurrecciones. Si camina con los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto podrá encontrar en las esquinas del mundo algún resucitado u otros que pronto lo harán. Les juro que yo los he visto. Han corrido, no se cómo, la piedra de su propio templo y con sus heridas a cuestas han nacido otra vez. He visto mujeres perder un hijo, morir en vida y volver a sonreír. He visto en otra los ojos de la desesperanza, una mirada extraviada, que luego de intentar cavar su propio entierro, ha recuperado el sentido y una historia de valentía y superación. Una vez advertí a una niña que vivió pocas horas pero que trajo a sus padres una mirada clara, sorpresiva y creativa, como queriendo mostrarles un camino nuevo. Hoy la recuerdan en un altar de grullas que les da todos los días la bienvenida. En otras ocasiones vi a una pequeña nacer a los siete años, a hombres y mujeres rehaciendo sus vidas, a otros cambiar, a muchos descubrirse, relaciones que se reparan cuando todo estaba roto o soluciones imprevistas cuando no se veía ninguna salida. He visto pequeñas y grandes resurrecciones. Todas están ahí.
Es esto lo que nos trae esta historia: la promesa eterna de un volver a empezar, la del desierto florido, la de una noche negra que algún día se iluminará. Solo hay que esperar. No es la culpa, los pecados, la norma o la doctrina lo central del mensaje. Es la vida misma que siempre regala una oportunidad más.
La nueva estación que ya llega trae consigo resurrección. Alergias, pero también resurrección. Y hay que estar atentos para descubrirlas y reconocerlas. Las propias y las ajenas. Y como florece un ciruelo, brota también la ilusión – para todas y todos- de una vida nueva. Feliz primavera.
Por Matías Carrasco.
Me emocione con tu columna don Matias, es muy profunda y verdadera , nos regala esperanzas y ayudas a abrir nuestros ojos frente a cosas que nos pasan día a día y muchos veces no las vemos, no las apreciamos, no las pensamos . Y todo por estar corriendo, apurados , sin destinos , sin saber ni dónde vamos .-
Siento que con tus columnas , a veces nos guías hacia una posición de fortalecimiento ante todas las penurias de la vida , las propias y las ajenas como tú dices !
Feliz primavera y gracias !!
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