En la discusión por el aborto libre el embrión, el feto o la persona – como quiera usted llamarle- corre con una gran desventaja: no se ve. Hablamos de algo que está oculto, como los misterios, abrigado tras el vientre y el útero materno.
Este inconveniente ha existido siempre, pero en la sociedad digital donde todo debe exhibirse para existir, se convierte en un punto en contra que se hace cada vez más difícil de sortear.
Quizás si el feto pudiese sacarse una selfie y publicarla todos los días en las redes sociales creeríamos que existe, que vive y que independiente de su edad es un ser humano capaz incluso de sonreír. Pero como no se muestra nos damos permiso para dudar o interpretar su existencia.
El feminismo en cambio – el que levanta las banderas del aborto libre arguyendo el derecho de las mujeres a elegir- se muestra a diario y por todos lados. Está en titulares, noticieros, discursos y millones de twits y posteos en el inmenso océano de internet. Ellas y ellos se exhiben con insistencia y junto a sus imágenes exigen con ímpetu y convicción más autonomía y libertad, ganando adhesión y simpatía.
En su ensayo “La Sociedad de la Transparencia” el filósofo coreano Byung Chul Han sostiene que el culto a la transparencia y el afán de ponerlo todo a la vista del otro ha confluido en una sociedad de la exposición, hipercomunicada e hiperinformada. Una especie de vitrina abierta al mundo.
En este contexto, Han plantea que en la era actual la mera existencia es por completo insignificante. “Las cosas se revisten de un valor solamente cuando son vistas” – dice. Y como al nonato no lo vemos – pienso- pierde valor frente a una multitud que se exhibe, vociferante y marchando. Y mientras no vemos al otro – al feto, al pobre, al vecino, al diferente, al que fuere- corremos el riesgo de seguir engordando nuestro ego y hacer crecer una individualidad radical.
Es interesante constatar que en el fondo del debate sobre el aborto libre está también la pregunta por el otro, ese que todavía no vemos pero que, como un enigma, existe. Es cierto que la ciencia aún no concluye una definición para el comienzo de la vida humana. Quizás nunca lo hará. Pero a falta de respuestas certificadas, está la experiencia y la intuición.
Pienso en los muertos. A ellos tampoco los vemos. Sin embargo los vestimos, los lloramos, les cantamos, los despedimos, los visitamos, adornamos sus tumbas, los pensamos y recordamos. Algunos incluso los sentimos pasar muy cerca en la brisa de una noche fría o en la visita de un pájaro a nuestra ventana. La ciencia nunca podrá descifrar los secretos del más allá, pero el otro que ya no está sigue, misteriosamente, para millones existiendo.
El aborto libre actúa sobre el evidente, simple, tentador y luminoso letrero del derecho a decidir, obviando lo que no se ve pero que está, pequeño y escondido, como un niño, dibujando en su invisible presencia los hondos límites del ser humano.
Por Matías Carrasco.
Creo que más allá de lo que la ciencia pueda o no verificar, y de las certezas científicas que podamos tener con respecto al comienzo de la vida, probablemente nuestra concepción de esta tenga más que ver con la consideración que cada uno tenga de cómo se gesta la vida. Para mí es asombroso y alucinante el solo hecho de que en las múltiples interacciones de millones de espermios con un óvulo, solo sea uno y a veces unos pocos más los que a logren fusionarse con este .Existe una belleza oculta en este hecho, casi imperceptible, que lo convierte en un milagro:
«algo que se contempla con admiración, con asombro o con estupefacción».
Me gustaMe gusta