Hace una semana se conoció la noticia de un joven que murió tras un accidente en una fiesta que se desarrollaba en un parque de Las Condes, sin que se suspendiera la celebración. La persona yacía mal herida mientras la música no paraba de sonar. Ayer se supo de la muerte de un hombre de 61 años que habría estado encerrado durante cinco días en la zona de escaleras de emergencia del mall Costanera Center, sin que nadie se percatase. Entre tanto, el centro se mantuvo abierto y hordas de personas compraban y paseaban como si nada.
Seguramente ambos hechos – ocurridos a solo unos días de distancia- presentan circunstancias que ayudarían a entender por qué la vida continuó a pesar de que la muerte y la desesperación acechaban a la misma hora en que cientos o miles disfrutaban tras una vitrina o enfrascados en una buena conversación. Pero como una anécdota o como un signo, no deja de sorprender que ni siquiera la muerte sea capaz de detener nuestra marcha, a veces ciega, a veces loca, a veces despegada de la tierra.
La muerte no tiene buena fama en nuestra sociedad. En la ley se contemplan solo cinco días hábiles de licencia para quien ha perdido a un ser querido, como si el dolor – ese insondable y profundo – pudiese ser medido y cuantificado. Nos empujan a volver, rápidamente, a la rutina.
Y cuando nos toca acompañar a alguien en su luto, tras la pausa de un funeral y de un abrazo apretado, volvemos a nuestras posiciones para acelerar otra vez en la carretera. Solo el afectado y quienes han vivido una partida cercana saben que se quedaran en la berma un tiempo largo a replantearse de nuevo el mundo.
La muerte – que es uno de los temas que más ha desvelado el pensamiento y el espíritu del ser humano en su historia – hoy alcanza un espacio reducido en nuestras agendas y prioridades. Estamos demasiado ocupados – rindiendo- para hacernos cargo del sufrimiento ajeno.
En su libro “De qué hablo cuando hablo de escribir”, el escritor Haruki Murakami sostiene que el accidente nuclear de Fukushima en marzo de 2011 fue provocado por el propio sistema social japonés. Reconoce que la causa inmediata del desastre fue natural, pero advierte que por lograr un mejor rendimiento económico Japón apostó por la energía nuclear, ocultando deliberadamente sus riesgos. “Si no ponemos el foco sobre esa idea de avanzar a cualquier precio que se ha infiltrado hasta la médula de la sociedad, si no lo dejamos claro y lo corregimos desde su base, en algún momento ocurrirá otra tragedia parecida” – comenta.
No es bueno seguir corriendo a costa del hombre y de su existencia. Si no somos capaces de detener la fiesta ante la desgracia ajena, es porque estamos perdiendo decencia y humanidad. Y tengo la sensación, que lo hacemos todos los días.
Pero para quienes han experimentado la muerte de cerca, saben que tras su dolor se tejen también encuentros, amistades, gestos e historias que nos pueden devolver a la vida y hacer crecer en ese trance semillas de esperanza.
Hace poco una amiga me comentaba que estaba muy entusiasmada con la idea de crear una casa de acogida para acompañar a morir a niños desahuciados junto a sus familias, ofreciéndoles un espacio de cariño, contención y dignidad. Como pocos, ella apagó la música y ha dejado de bailar para escuchar la voz de la muerte, la misma que nos contrasta, nos limita, nos reúne y nos hace, misteriosamente, más humanos.
Por Matías Carrasco.
Genial, fantástico y profundo ! Muy buena tu reflexión matias ! …….. me hace mucho sentido especialmente en estos tiempos
Gracias !
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EXCELENTE!!!! PORQUE LO VIVÍ EN CARNE PROPIA….CREO QUE ES ASI!
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Excelente reflexión ,sobre todo en que se vive un mundo tan individualista el dia de hoy.
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