Aquella noche Jesús no durmió. Estaba muy inquieto con la situación de la Iglesia que él mismo ordenó edificar hace siglos. Su espíritu reformador lo empujaba a dar una dura reprimenda a tanto cura que oculto tras la sotana y el tono solemne y dulce de quienes dicen ser hombres buenos, abusaron tanto y de tantos.
También quería darles un tirón de orejas a los obispos, arzobispos, monseñores y otros encumbrados cargos que de tan preocupados de los secretos de alcoba y del sexo de los otros, no vieron o hicieron vista gorda del escándalo, fogoso y compulsivo, que ocurría en sus propias narices.
Con los laicos también quería tener una reservada conversación. No entendía, el hombre y el resucitado, tanta venia al poder de la Iglesia y menos esa costumbre a mantenerse mansos y obedientes frente a las prédicas del pastor. Él había sido un revolucionario y no un alumno excepcional. Pasó más tiempo en inspectoría que en reconocimientos sobre la moral y la ética. Y los rumores del feminismo también habían llegado hasta la puertas de San Pedro. Y Jesús, indignado como aquel día en las afueras del templo, quiso reclamar los derechos de la mujer y su espacio en la iglesia. Lo suyo había sido el ser humano y por eso se decidió a bajar, otra vez, a la tierra.
Intentó primero en Israel, el pueblo prometido, pero era tanto el ajetreo allí que decidió mirar a otros horizontes. Pensó en Estados Unidos, pero apenas entró en territorio americano un misil le impidió el aterrizaje. Se tentó con Holanda, pero intuyó que en el país del barrio rojo no sería bienvenido. Y de pronto miró Chile. Sorpresivamente nos miró. Le gustó que su padre fuera nombrado recurrentemente por el Presidente y que en su nombre se abriera la sesión para hablar de leyes, indicaciones y trámites.
Se convenció y planeó y planeó hasta llegar a tierras chilenas.
Tras cruzar la cordillera, arribó por el sector oriente de la capital, llevándose de inmediato una buena impresión. El orden, la limpieza, el desarrollo inmobiliario, la policía privada, parques verdes e iluminados, lo hicieron sentir bien y seguro. Debía buscar un lugar donde guarecerse. Y así, sin saber cómo, llegó hasta la rotonda Atenas, en Las Condes. Ahí quiso arrendar algo donde quedarse. Pero su aspecto, distinto a los demás, generó desconfianza y rechazo. Y con un fuerte sartenazo en la cabeza, lo expulsaron del exclusivo barrio.
Le habían dicho, en el cielo, que un tal José Antonio, presidenciable y defensor de la familia, hablaba mucho de él. Y le aseguraron que en su hogar sería abrazado y bien atendido. Entonces el también conocido como Cristo, aceleró el tranco en dirección a la casa del bienaventurado. La noche ya había caído hace rato y cuando llegó todos dormían. Por eso, acechado por el frío y el hambre, Jesús decidió entrar por una ventana entreabierta y tras recorrer algunos pasos se encontró de frente con el hombre de fe . Pero antes de que que el hijo de Dios pudiese pronunciar palabra, José Antonio apretó el gatillo y a punta de balazos lo hechó de ahí. Simplemente no lo reconoció.
Afuera lo esperaban los perros, de buena raza, azuzados por su patrón para comerse vivo al intruso. Y más allá un furgón de carabineros lo arrestó y lo llevó a la comisaría. Pasó la noche en el calabozo, solo, tal vez acompañado por su decepción. Y mirando el techo reclamó, de nuevo, «padre, por que me has abandonado».
Tras el control de detención del día lunes, fue formalizado y encarcelado por 180 días mientras durase el proceso investigativo. En la penitenciaria, de tanta insistencia, estuvo a punto de convertirse en evangélico, pero no cedió a la tentación.
Sin embargo, ahora se sintió acogido. En ese lugar nadie presumía de nada. Nadie tenía nada. Eran todos un poco pencas, un poco traficantes, un poco lanzas y asesinos. Un poco abandonados y pobres. Le ofrecieron puchos, abrigo y comida. También celulares para hacer el “cuento del tío”. Pero Jesús no aceptó.
Se hizo de amigos y buenas historias. Vio pecados y también redención. Allí leyó y entendió al mundo. En su estadía olvidó por qué vino a la tierra. Ya no importaba el sexo, la cama, la pasividad de los laicos o la jerarquía. Entendió que allí, en el rincón de los miserables, en las soledades, en la incomprensión, en el olvido, en el dolor, en las fronteras y en lo humano, estaba su mensaje y su resurrección.Y decidió quedarse en ese lugar, a la espera de la cruz.
Por Matías Carrasco.
Bello… un recordatorio de para qué estamos aquí…
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