Estamos asistiendo a un tiempo donde nuevas formas de pensamiento comienzan a ganar terreno. Muchas de ellas traen buenas noticias y buscan hacer justicia para grupos que han sido antes marginados o menospreciados. Ahí está el feminismo, la reivindicación de minorías sexuales, la lucha contra los abusos o el reclamo de derechos de todo tipo. Pero también creo que estamos siendo testigos de una gran masa opinante y uniforme que solo se escucha y se alimenta a sí misma, amparada tras la fachada de una buena causa. Y cuando aparece un disidente, la tentación es a expulsarlo y apabullarlo.
Se pretende cierta radicalidad en las opiniones. En las redes sociales – sobre todo allí – se exige igualdad en las expresiones y se les pide a todos – con una agresiva pasividad- pensar a favor de la opinión de turno. Y si alguien esboza algún matiz, una diferencia o derechamente una postura distinta a la masa, arriesga un ataque en jauría y una violencia amedrentadora. Por eso le pegan a José Antonio Kast. Por eso trolean a los famosos que no se suman al linchamiento público de Nicolás López. Por eso hemos visto tantas veces a personas despedazando a otras personas en el paisaje virtual.
Esto se puede ver a nivel social, donde se aprecia a una ameba gigante, de tantos nombres y ciudades, que no sabemos bien cómo se llama y en dónde vive. Pero también existe en círculos más pequeños donde habitamos todos los días: en grupos de whatsapp, en nuestros lugares de trabajo, en una conversación de sobre mesa o en cualquier espacio de pertenencia cotidiana. Cuando se instala una postura mayoritaria se hace muy difícil plantear una posición diferente. Hay miedo. Y esa práctica tiene que cambiar.
En su libro “La expulsión de lo distinto” el filósofo coreano alemán, Byung Chul-Han plantea que en una cultura narcisista como la nuestra el hombre va cediendo ante la imposición de lo igual, prescindiendo de cualquier relación con el otro diferente. “Encapsulado y atrapado en sí mismo, el hombre pierde toda relación con lo distinto. Yo me puedo tocar a mí mismo, pero solo me siento a mí gracias al contacto con el otro. El otro es constitutivo de la formación de un yo estable” – dice.
Además, el escritor advierte que en la comunicación del “me gusta” uno sólo se encuentra a sí mismo y a quienes son como él. “Ahí tampoco resulta ningún discurso”, subraya, agregando que tras abandonar las perspectiva del otro, hoy habitamos “el escenario del uno”.
Así las cosas, no son bien vistas las voces que cantan fuera del coro. Ni en la política, ni en la Iglesia, ni en las redes sociales. Hay voces que, temerosas, se están acostumbrando a cantar más bajo y otras que derechamente ya ni se escuchan. Solo se siente el estruendo de un coro uniforme e igual que se entona con fuerza, pero que se oye plano, superficial, fome y sin variaciones. Entre ellos mismos se aplauden y se palmotean y después del sobajeo, siguen otra vez cantando.
“En la caja de resonancia digital, en la que uno sobre todo se oye hablar a sí mismo, desaparece cada vez más la voz del otro. A causa de la ausencia del otro la voz del mundo de hoy es menos sonora (…) La desaparición del interlocutor que tenemos enfrente hace que el mundo pierda la voz y la mirada” – comenta Chul –Han.
Es peligroso continuar en este camino. No solo está el riesgo de terminar construyendo una sociedad de una opinión totalitaria, chata, asustada y gris, sino también la tentación de caer en prácticas más polarizadas como, por ejemplo, juzgar o encarcelar lo distinto.
Si nos enorgullecemos de abrazar la diversidad, debemos abrazarla de verdad. No solo esa que nos viste y que nos llena de likes. No esa que viene de los pequeños ghettos a los que pertenecemos. Si no la que está en el otro distinto, la que viene de más lejos, la que nos mira e interpela, la que nos desafía simplemente porque es diferente, genuinamente diferente.
Si acogemos, escuchamos “hospitalariamente” y dialogamos con el otro en buena lid, podremos hacernos más conscientes de nuestros propios contornos, reafirmar nuestras convicciones, dudar, complementar, cambiar o, quizás, ver nacer algo nuevo. Pero no es justo ni bueno para nadie amordazar a punta de insultos y violencia a quién piensa distinto. Para eso está hecha la inteligencia y los argumentos.
Como concluye el ensayista, “a diferencia del tiempo del yo, que nos aísla e individualiza, el tiempo del otro crea una comunidad. Por eso es un tiempo bueno”. Habrá que caminar hacia ese lugar.
Por Matías Carrasco.
Notable como siempre….
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