
Una campaña de un canal de televisión busca derribar – según la misma señal dice- los prejuicios y estereotipos hacia la vejez. Es una propuesta interesante, que combina testimonios de reconocidas personas de la tercera edad, con una performance en donde rostros jóvenes se convierten – a punta de maquillaje- en ancianos, compartiendo con la audiencia emotivas impresiones. Sea como sea, todo se va hilvanando desde un mismo mensaje o concepto común que se repite al final de cada contenido: “lo único viejo es tu forma de mirarnos”.
Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones que persigue la campaña, existe en ella un error central que tiene que ver, paradójicamente, con menospreciar aquello que se quiere valorizar. Cuando se dice que “lo único viejo es tu forma de mirarnos” se le está dando a “lo viejo” una connotación negativa que habría que cambiar. “Lo viejo” no es bueno, por lo tanto, debe ser renovado. No solo eso. Al hablar de “lo único viejo” (es decir, lo exclusivamente viejo, lo excepcionalmente viejo) se da a entender que lo que se acaba de exhibir en televisión –personas ancianas- no serían viejos, sino que algo distinto, o deseablemente distinto a eso. Y hay más. Lo viejo no sería viejo en sí mismo – por los años recorridos, por el pelo cano, por las caras agrietadas – sino más bien, por la forma en que se les ve. Son algo así como víctimas de una vejez impuesta. Por lo tanto, ser viejo o mirado como viejo, es lo que habría que modificar. ¿No es eso un contrasentido a lo que se busca reconocer?
Una manera de explicar este traspié tiene que ver con la lógica publicitaria. A fin de cuentas, lo que se intentó hacer fue crear un concepto que tuviese que ver con el tema en cuestión (la vejez) y que sonara bien al oído. Se jugó con las palabras y el resultado es una frase ingeniosa y desafiante: lo único viejo es tu forma de mirarnos. Y al cumplir con el estándar, nadie vio (o quiso ver) el contraste que escondía en su sombra.
Una segunda hipótesis, algo más profunda, es pensar que la vejez nos supera. En la sociedad moderna, en donde se privilegia la producción, el vertiginoso ritmo de lo digital, y en donde lo viejo ya no se repara, sino que se desecha en grandes contenedores, la tercera edad es un asunto que queremos, consciente o inconscientemente, ignorar. En una época en donde se nos enseña que todo es posible, la vejez viene a confirmarnos exactamente lo contrario: que la vida tiene límites; que la enfermedad es parte de la historia; que andaremos más lentos y a tropezones; que nuestras capacidades físicas y mentales pueden verse doblegadas; y que la muerte es un precipicio que tarde o temprano se nos aparecerá.
En vez de querer convertir a los viejos en algo distinto a lo que son, o mostrarlos solo en roles activos (¡otra vez la cultura del rendimiento!)), quizás convenga verlos en toda su complejidad. A los que están en pie, y a los que no. A los de mente fresca, y a los desmemoriados. A los reflexivos, y a los cascarrabias. A los de una vejiga firme, y a los que ya no controlan nada. A los discursivos, y a los silenciosos. A los alegres, y a los tristes. A las viejas despiertas, y a las de mirada extraviada.
Verlos así, viejos, con todas sus letras y sin eufemismos, nos recordaría que existen, que son parte importante de nosotros, que son la fragilidad que ocultamos, que son la frontera que callamos, y que merecen cuidado, dignidad y respeto, simplemente por ser personas corriendo los últimos metros de la maratón, llevándonos la delantera.
Por Matías Carrasco.