Una mujer a la salida de un banco.
Dos hombres a unos cuántos metros, mirándola de reojo.
Tres veces le dijo su madre que no saliera sola, que fuera acompañada, que la gente está mala.
Cuatro millones traía la mujer en su cartera, atados con un elástico color carne. Los cobró en caja, después de hacer una fila larga, con su vista fija en una pantalla que ofrecía créditos de consumo y una vida mejor.
Cinco muchachas conversaban animadamente en la terraza de una cafetería en la vereda contraria.
Seis autos permanecían detenidos a la espera de la luz verde. El del escarabajo tenía sus dedos en la nariz. El tipo del Nissan Marubeni hablaba animadamente por teléfono. El hombre del furgón tiró un papel afuera y cerró su ventana. La mujer del Fiat tenía su mano izquierda afirmando el manubrio y su mano derecha tiritando en la palanca de cambio.
Siete metros avanzaron los sospechosos en dirección a la tipa del banco.
Ocho grados hacían esa fría mañana y Lorena, la chica, acomodaba la bufanda alrededor de su cuello.
Nueve y media y todavía no aparece ningún solo taxi.
Diez segundos antes de que los hombres la abordaran, Lorena los miró a los ojos. Primero a Octavio, el moreno de mostachos puntiagudos, y después a Ramiro, el flaco parecido a Fito Páez.
Once palabras cruzaron ellos y ella. Le advirtieron de su pañuelo en el suelo. Lorena se agachó para recogerlo, se levantó y agradeció a los muchachos. Ellos sonrieron y siguieron de largo. Ella, finalmente, tomó un colectivo.
Doce cambios tenía la bicicleta que llegó hasta el semáforo. Un joven punk la conducía con destreza entre los vehículos. Llegó hasta la puerta del piloto del furgón, recogió el papel del pavimento, golpeó la ventanilla y soltó un par de garabatos.
Trece puntos sobre la ceja llevaba el tipo que estaba siendo fastidiado. Debía estar cerca de los cincuenta, tenía un pelo voluminoso y un aspecto irritable.
Catorce engranajes se movieron cuando el sujeto abrió la puerta.
Quince centímetros menos de estatura tenía el cabro del mohicano.
Dieciséis veces se sacaron la madre.
Diecisiete aletazos se dieron con furia, con miedo.
Dieciocho gritos soltaron las chiquillas del café.
Diecinueve gotas de sangre cayeron sobre el capó del furgón.
Veinte autos estaban atascados en la esquina, testigos de una lucha sin tregua.
Veintiún centímetros recorrió el puño antes de caer entre los ojos del ciclista. Fue un derechazo certero.
Veintidós imágenes rápidas se vinieron a su cabeza antes de desplomarse sobre la calle.
Veintitrés segundos se demoró el automovilista en subir al furgón y escapar de la escena.
Veinticuatro minutos faltaban para las diez, cuando se acabó la pelea.
Veinticinco peldaños subió la mujer del banco antes de llegar a su departamento.
Veintiséis uvas echó en un plato, se sacó los zapatos y se tiró sobre un sofá viejo
Veintisiete veces movió la cabeza de lado a lado mientras escudriñaba en su cartera. No estaban allí sus millones.
Veintiocho maldiciones.
Veintinueve lágrimas
y un sollozo ahogado contra un cojín de flores rojas.
Por Matías Carrasco
Genial!!!
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Genial el cuento ! Y tan matemático que saca muchas sonrisas ! Entretenido!
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Muy Bueno!! Y Tan matemático que el Ministro lo podría leer!!! Capaz que le guste….
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