CENTELLA

CENTELLA

Le decían la 10.000. La llamaban así porque era puta y cobraba diez mil pesos. Y a ella eso le molestaba. Sabía que era bien putaza, y a mucho orgullo, pero hacía tiempo había ajustado sus tarifas. Ahora estaba rondando los quince mil y no iba a permitir que los flaites del barrio y unos colombianos recién llegados le faltaran el respeto. – Una tiene sus valores, decía, y el mío es de quince lucas, ningún peso menos.

Había dejado de ser una muchacha hace varios años. Su época dorada fue durante sus veinte, donde administrativos, estudiantes del barrio universitario y juniors de grandes oficinas la visitaban en su pequeña pieza de calle Puente para empañar los vidrios de una ventana trizada y transpirar sobre un colchón tirado en el suelo, de esponja amarilla y carcomida.

Nunca fue bella, pero su clientela la prefería por su empeño y desenfado en la cama. Era chica y bien entrada en carnes. Aún así siempre gozó de buen autoestima. Vestía generalmente de calzas fucsias y bien ajustadas y un peto negro que dejaba traslucir sus grandes pezones y una abultada barriga que se le escapaba por todos lados.

Era puta, pero no callejera. Después que le sacaron la cresta nunca más quiso ponerse a levantar su falda encima de una cuneta, pelear la esquina con unos travestis bien pintarrajeados o hacerle el favor a un paco para que no la fueran a meter otra vez presa. Por eso prefería su dormitorio, picante pero mío, como decía, y de vez en cuando salir a poner calientes a los cabros del barrio alto que la querían ver en pelotas antes de jurar amor santo y eterno. Ella, siempre digna, llegaba con su estuche con condones baratos, pasta de dientes y cepillo bajo el brazo.

Juntaba lucas para poner su aviso en el diario. Era conocida en la sección de económicos de La Tercera. Centella. Prometo llevarte al cielo. Carné al día. Frigobar. Llámame. Así rezaba su mensaje. Eran tiempos en donde el Challenger prometía conquistar el universo y ella, vivaza como siempre, se aprovechó de la noticia y se hizo llamar Centella, como el helado y como el cohete. Y cuando el Challenger explotó en el despegue, un cliente también explotaba mientras ella ni siquiera había prendido sus motores.

Pero el tiempo y tanto ajetreo fueron haciendo lo suyo. La Centella de esos años comenzó a apagarse. Ni ella seguía tan empeñosa y traviesa ni sus clientes la querían así, más vieja, sin dientes y con sida. Solo otros como ella querían compartir sus miserias en la misma colchoneta amarilla de sus mejores hazañas.

Un haitiano, de unos cincuentaitantos, solo y sin trabajo, le decía a la Centella que su selva negra, ondulada y generosa, le recordaba a su isla y su calor. Le iba contando, mientras allá abajo Centella hacía lo suyo, las tragedias de un hombre sin tierra.

Y otro viejo, delincuente y asesino, visitaba la guarida del mal a veces para escapar del frío, a veces para huir de la justicia y otras tantas para intentar poner de pie lo que hace ya años se había dormido. Y así, entre cajas de vino tinto, iban desarreglando el mundo.

Pero Inés, Inés, era para Centella su mejor visita. Ella miraba por la ventana aguardándola, custodiando su llegada. Y cuando sentía sus pequeños pasos en la escalera, Centella volvía a brillar y se ponía contenta. La Inés dejaba sus rosas sobre las ollas que estaban arrimadas en un mueble roto y se sentaba a los pies de la cama a tomarse el vaso de leche que siempre la esperaba.

Inés, a sus siete años, ya no era una niña. Y la puta, que sabía de pobreza y de desgracias, quería devolverle su infancia y su futuro. Por eso insistía en esperarla, en abrazarla, en arreglar con pinches de colores su pelo largo y en comprarle pilchas en el bazar del maricón Román, a unos pasos de la esquina.

Y cuando Inés no llegaba, ahí partía Centella, con la luna sobre sus hombros y el centro hecho un puterío. Inés, sentada en las puertas de la catedral, vendía sus flores mientras los lobos la pretendían. Con un grito Centella espantaba a la manada, se llevaba a la niña y dormía con ella acurrucada con el feroz miedo de perderla algún día.


Por Matías Carrasco.

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