
Se llama, Matías, igual que yo. Es flaco, de piel morena, ojos oscuros, cara angulada, una boca gruesa, y un jockey que cambia de vez en cuando. Tiene tatuajes en los brazos. Hay números, nombres y figuras. Lo conocí apenas iniciada la pandemia cuando tocó el timbre de mi casa para pedir algo. Lo acompañaba su mujer, una muchacha delgada, de baja estatura, con el pelo tomado, bonita y de mirada brillante. Deben tener unos 35 años. Caminan con un carro de supermercado, casi siempre lleno. Legumbres, arroz, tallarines, conservas, cajas de crema, de fruta, y ropa, mucha ropa. Todo bien ordenado, como si fuera un tetris. Le dimos cosas para comer, y una tele vieja. Estaba agradecido y contento. Conversamos un buen rato. Descubrimos que nos llamábamos igual. ¿Y usted también es llorón?, me preguntó María, su pareja. También, le respondí. Somos parecidos, pensé. De ahí nos tratamos como “tocayos”.
Son de la Pintana. Viven en una pieza arrendada, que apenas pueden pagar. Deben varios meses. El dueño se porta bien. Comprende la situación, la pandemia, y todas esas cosas. Aun así, saben que tienen que juntar la plata. Trabajan en un puesto en la feria de la comuna. En oportunidades, van a la feria de Puente Alto. No regatean tanto, dice el tocayo. Hay días buenos, y otros malos, muy malos. Cuando falta, toman la micro y parten con su carro a Vitacura, para pedir.
Nos hemos encontrado varias veces. Conversamos largo. Compartimos sopa de zapallo (es la mejor que he probado, le dice el tocayo a mi mujer), puchos, galletas y bebidas. Él tiene un hijo pequeño, y ella dos hijas. Ninguno vive con ellos. Están a cargo de familiares. Los ven a menudo, casi siempre los fines de semana. A pesar de las dificultades, se mantienen alegres y de buen humor. Creen en Dios y en una esperanza que uno no sabe cómo diablos sostienen. Sonríen. Ríen a carcajadas. María se burla del antejardín de mi casa, seco, sin pasto. Me dice que lo que más le gusta de Vitacura es el pasto, el verde. Ver a los niños jugando en las plazas. Allá no se puede, es peligroso, me cuenta. No es por envidia, interrumpe el tocayo. Es envidia, aclara ella, segura, pero con algo de liviandad.
Intercambiamos whatsapp con Matías. No hemos perdido el contacto. Cada cierto tiempo, a veces todos los días, el tocayo me envía mensajes, saludos. Buenos días, tocayito. Espero que esté bien. Me cuenta de la jornada, me envía videos en la feria, friendo papas en la vereda (se las ingenian), o con la María y los hijos de cada cual. Me pregunta cómo estamos, cómo están nuestros niños, mostrando mucho interés. En ocasiones, el tocayo me dice que no pueden salir porque las cosas no andan muy bien en el barrio. Me manda fotos. Balazos pegados en la pared. Ésta estuvo cerca, es la pieza de mi vecino, me dice. Otra vez cruzó a comprar jamón para el desayuno, y unos tipos en moto le dispararon a un hombre de un almacén cercano. Sentí las balas pasar al lado mío, me cuenta agitado.
Hacía semanas que no venían. Lo último que supimos, antes de año nuevo, es que la María andaba mal de salud. Terminó hospitalizada, vomitando sangre. El tocayo me mandaba videos, en una pieza oscura, con el jockey tapándole los ojos, diciéndome que se sentía mal, que no quería levantarse. Intercambiamos algunos mensajes. Ayer volvieron a aparecer. Me avisaron por whatsapp que vendrían. Cuando salí, ella estaba como siempre, pero el tocayo andaba con mala cara, muy delgado, serio, intentando a duras penas una sonrisa. En vez del carro de supermercado, arrastraban algo así como un coche pequeño. Ya no nos aguantan el carro en la micro, me explicaron. Le pregunté a María por su salud. Estaba mejor. Debía hacerse una endoscopía, pero con unas pastillas andaría bien, se convenció. Pero tú no estás bien, dije mirando al tocayo. Bajó la guardia, apretó los labios, le tiritaba la boca y aparecieron las lágrimas. Se sentía la tristeza, la impotencia y la angustia. En el consultorio le dijeron que tenía depresión. Estaba, además, cayendo de nuevo en la droga. Ahora es cocaína, me dijo. Hace unos años estuve metido, muy metido, en la pasta. Le dieron unas tabletas de Clonazepam. Pero cuando cabro yo me drogaba con esos mismos remedios, me advertía el tocayo, levantando los hombros. Quiere salir adelante, pero tiembla. Sus antebrazos están con varios cortes. No cuenta con sus papás. Un hermano está en la cárcel, y a los otros no los ve. En su calle, me dice, hacia donde mire hay droga. Ya debe plata, y está asustado. Quiere irse de ahí, pero no hay cómo. Tampoco encuentra trabajo. ¿Cómo encontrar si apenas puede levantarse?
Prometo apoyarlo. Con mi esposa, intentamos ayudar. Averiguo. El diagnóstico no es bueno para un adicto en ese contexto, me explica un amigo sicólogo. Me recomiendan que vaya al Centro de Salud Mental de la comuna (COSAM), o que intente también en el Servicio Nacional de Prevención y Rehabilitación (SENDA). Me dan un número de teléfono. En otras fundaciones hay que pagar, y el tratamiento es caro. No es mucho lo que pude hacer. Llamo al tocayo. Está con mejor voz. Hoy, al menos, está con mejor voz. Le cuento lo que obtuve. Va a buscar un lápiz. Le doy los datos, teléfonos y direcciones. Le digo que vaya cuanto antes, y que intenté buscar trabajo. En eso ando, tocayito, me responde. Fue bueno haber hablado con ustedes, ayer. Me siento bien, comenta. Cuelgo con una sensación extraña. La vida es injusta, me digo como si fuese un hallazgo, un estúpido descubrimiento. Falta cariño, vuelvo a decirme, y cambiar las cosas, de verdad cambiar las cosas, para hacer de Chile un lugar mejor.
Por Matías Carrasco.
Tanta historia de tanto tocayo que debe andar por ahí y uno, aquí, como si la única historia importante, fuera sólo la del nombre que nos posee.
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Ufffffffff, fuerte, desgarradora y muy real tu historia . Tan difícil lograr que salga de la droga !!….quizás cuantos problemas ha tenido tu tocayo desde Niño ……
gracias por hacer esta historia visible !!
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Triste y dolorosa la desigualdad y la injusticia. Ojalá todo vaya bien para el tocayo.
Por cierto, si bien sé que hay diferencias en el consumo, grupos de alcohólicos anónimos podría ayudar al entregar sensación de pertenencia y apoyo en evitar consumir.
Y lo otro, el clonazepam da mucho sueño. Disminuye la ansiedad pero es difícil la sensación de sueño.
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