NAVIDAD

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Hace muchos años, tantos que ya ni me acuerdo, se celebraba la Navidad de otra manera. Son imágenes que uno tiene en la cabeza. Es la historia que se ha ido contando a través de los siglos. Es la hazaña de un hombre, una mujer y un recién nacido. Estaban en un establo. No había otro lugar para ellos en la ciudad. Él y ella estaban agotados. Los imagino con hambre y con frío. Venían de un largo viaje montados sobre un animal, huyendo de una tierra que los miraba con sospecha. A ella como a una adúltera. A él, como a un cornudo encubridor. Debieron pasar allí algunas horas antes del alumbramiento. Ella echada sobre un fardo de paja, con su panza enorme y la respiración agitada. Él acomodándola con ternura, protegiéndola de las arañas, y trayendo algo de agua en una vasija rota. Un buey miraba, como testigo de algo sencillo pero grande. Él le tomaba la mano y ella le devolvía una mirada cómplice y cansada. Tenían miedo, pero también la paz de una noche tranquila. Parió sin anestesia. Empujó ya casi sin fuerzas. Dolía. Dolía mucho. Él la asistió como pudo, torpemente. Había sangre y un olor intenso. Encontró la cabeza del pequeño y la acomodó entre sus manos. Falta poco, le dijo a su mujer. Se escuchó un llanto agudo e interrumpido. ¡Es un niño!, gritó él. Lo envolvió entre unas telas viejas y lo dejó en los brazos de María. Se llamaba María. Ella, lloró. Él encontró sus ojos y le dijo que la quería. Ella se enchufó al pequeño en su pechuga. ¡Auch!, se quejó. Rieron. Se quedaron en silencio un buen rato. El buey no dejaba de mirarlos y ellos no dejaban de mirar al pequeño que ronroneaba como si fuera un gato. Se llamará Jesús, dijo ella mientras lo acariciaba. Ni los visitantes que llegaron siguiendo una estrella consiguieron romper la intimidad de ese tiempo. Dicen que eran sacerdotes, astrólogos y hombres sabios. Cuando entraron al establo, José sintió vergüenza. No tengo qué ofrecerles, les dijo. Quizás un poco de agua, agregó. Ellos movieron sus manos en señal de despreocupación. Venimos a acompañarlos un ratito, le contestaron. Comentaron del recién nacido. De sus mechas tiesas y su boca pequeña. Rieron en voz baja. Después de unos minutos se pusieron de pie y anunciaron su retirada. Esta familia debe descansar, comentaron. Les dejaron un poco de oro, mirra e incienso. Se dieron palmotazos y buenos deseos. Volvieron por el mismo camino que les dibujó la estrella. En el establo quedaron él, ella y el niño. María se durmió y José (ese era su nombre) permaneció vigilante con las aprensiones de un padre primerizo. Así se celebraba – al menos como imagino- la primera Navidad.

Pero las cosas han cambiado. El tiempo va cubriendo la memoria y la vida moderna también hace lo suyo. Lo cierto es que las navidades de hoy se celebran lejos, muy lejos, de la intimidad de aquella época. Lo que va quedando es un pesebre armado a los pies del árbol de pascua. Es apenas un guiño, un símbolo endeble, un check en la larga lista de obligaciones navideñas. Esa noche de paz se nos ha convertido en días y en noches ajetreadas, colmadas de actividades, a la rápida, a la carrera, de tienda en tienda, cargando bolsas de un lado a otro, envolviendo, etiquetando, con el pelo revuelto y los ojos caídos. Nadie quiere pasar la vergüenza de José de tener apenas un vaso de agua.

Es verdad. Es una tradición. Lo de los regalos, digo. Es una oportunidad también de entregar cariño y seguir incubando en nuestros hijos una historia mágica. La de un viejo que anda por el mundo, en un trineo tirado por renos, bajando por el hollín de las chimeneas, repartiendo paquetes a destajo. Pero no es él quién está de cumpleaños. No es a él a quién recordamos en Navidad. Es otro. Es ese pequeño que nació ante los ojos de un buey, con las mechas tiesas y la boca chica, el del llanto interrumpido, el de la mordida enérgica, el tipo justo y revolucionario. Es el hombre de otra lógica, el de las bienaventuranzas, el paladín de los pobres, los humillados y los perseguidos. Es el que denuncia la injusticia. Es el que comparte el pan. Es el del prójimo, el que ama, acoge y perdona. Es el que arriesgó su vida. Es el que hinchó tanto que lo mataron. Es al que seguimos matando. Es el que se le pierde a la Iglesia y a buena parte de los creyentes. Es el que a mí también se me extravía.

Pienso en todo esto en el Chile de hoy. Un país que nos exige revisarnos y cuestionarnos. Esta puede ser una Navidad distinta. Tiene que ser diferente. Para los que creen y para los que no. Quizás sea el momento de guardar silencio y escuchar los grillos en la oscuridad. De aquietarnos. De apagar los teléfonos y volver a la intimidad perdida. De sentarnos a la mesa. De conversar de nosotros, de los otros y del ser humano. De acordarnos de los que sufren en Navidad y darles una palabra cariñosa. De decirnos palabras cariñosas. De recobrar el sentido. De valorar lo que se tiene, sin más. De agradecer tenernos. Mirarnos. Escucharnos. Olernos. Tocarnos. Tal vez se trate de eso. Simplemente de eso. De imaginarnos juntos en la intimidad de un pesebre, en una noche tranquila.


Por Matías Carrasco.

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