ALENTAR LA ESPERANZA

Siempre me ha atraído esto de alentar la esperanza. La idea se la escuché por primera vez a Cristián Warnken (que vuelve sobre el mismo tema, cada tanto), y a un amigo cura que me hablaba de soplar las brasas, de no dejar nunca que el fuego se apague. Quizás tenga que ver con mi formación católica y la promesa de la resurrección. Un tipo me decía que creía en cualquier cosa, menos en la resurrección. ¡Pero si es el orgasmo de esta historia! – le retrucaba. Sea o no cierta, conviene creer. La creencia de la vida después de la muerte, de un nuevo comienzo, del rearme tras el derrumbe, es agotadora pero fascinante. Por eso tengo como himno el poema al negro y olvidado cactus de la costa, de Pablo Neruda: y ahora te lo digo y me lo digo: hermano, hermana, espera, estoy seguro: no nos olvidará la primavera.

Alentar la esperanza debiera ser un artículo de la nueva Constitución. Artículo 1: las personas tienen el deber de alentar la esperanza en tiempos sombríos y quejumbrosos. Y en esto la ley será irreductible. Si fuese una norma el gobierno tendría el mandato de alentar la esperanza, lo mismo los parlamentarios y autoridades en ejercicio. Y si no, acusación constitucional.

No se trata de mentir. Tampoco de un optimismo ciego. Sería más bien todo lo contrario. La esperanza, la firme, es la que mirando al mundo de frente sostiene que, a pesar de todo, de lo horrendo y de la muerte, del abismo y la caída, de los lamentos y la derrota, algo nuevo podría estar por nacer. Los orientales recomiendan la práctica de la curiosidad. Mirar con ojos abiertos y dispuestos. Bruce Lee diría: be water, my friend.  La psicoanalista, Anne Dufourmantelle, recomendaba mantener el salto, aguantarlo, soportar el miedo, porque al otro lado espera una nueva orilla.  

Vivimos tiempos difíciles. Mi señora dice que son los planetas, y yo ya le creo. En Chile la ola reventó hace un rato y no para de revolcarnos. El panorama es feo. Hay que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para mejorarlo. Pero junto con plantear los problemas, con ponerlos arriba de la mesa -la delincuencia, la corrupción, la crisis climática, el debilitamiento de las instituciones – es importante dibujar, al lado de todo eso, un horizonte, un argumento, un contraste reponedor.  

Hace unos días visité una casa en donde se reciben y cuidan niños enfermos de cáncer, que ya están en una fase de tratamientos paliativos. Van allí, junto a sus padres, a morir.  Es un lugar increíble. Llama la atención la arquitectura, la luz, los jardines interiores, los murales pintados con pájaros, las habitaciones, los muros entablillados, la sala de arte y juegos. En el oratorio había dibujos infantiles de astronautas.  La noche anterior velaron a un pequeño de ocho años. Algo abatido le pregunté a la directora cuál era el sentimiento que prevalecía. Si acaso era la tristeza. No, me respondió, es emoción. Es duro, pero también se viven aquí momentos gratificantes. No sé si fueron exactamente esas las palabras, pero tenían ese sentido.

En esta época, alentar la esperanza puede parecer una cursilería. Para algunos, algo inútil o un consuelo mediocre. Pero yo estoy convencido. Contra todo pronóstico, hay que hacerlo. Es la resistencia que necesitamos. Aunque no se asome, hay que buscar, escudriñar, olisquear como los perros. Porque está, en alguna parte, yo sé que está.

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Por Matías Carrasco.

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TIENE RAZÓN

Tiene razón el Presidente Boric cuando plantea una crítica a los medios -en particular a los diarios El Mercurio, La Segunda y La Tercera- por preferir las malas noticias. “Pareciera que vivimos en un país infernal y no estamos en eso”.  Lo dijo en un tono serio y cabreado. Además, con cierta autocrítica, llamó a cuidar y valorar lo que tenemos. “Si mantenemos una coherencia con eso en el futuro, independiente de quién gobierne, nos puede ir mejor” – concluyó.

Es un debate interesante. Para ser justos, más que en los medios escritos es en los noticieros de televisión donde se percibe, con más énfasis, ese afán por mostrarnos el lado más sombrío de Chile. Es como si se hubiesen puesto de acuerdo. Ponga el canal que ponga se encontrará con delitos, sangre y un nivel de delincuencia que pareciera tener al país de rodillas. Todo con una música ad hoc e imágenes que exacerban la sensación de estar viviendo en la jungla. Son hechos ciertos, pero que se escogen, se editan y se ordenan de tal manera, que terminan por exagerar burdamente la realidad.  Al final, la noticia se convierte en un producto, se empaqueta como un producto, se presenta como un producto, cuyo fin es llamar la atención, ganar audiencia, sumar auspiciadores, y, era que no, percibir la mayor cantidad de dinero posible. Y todos se prestan para el juego -incluso rostros y periodistas de los más justicieros y críticos del sistema- aunque eso signifique tener a las personas con los pelos de punta.

En las redes sociales la cosa es parecida o peor. Si bien no son medios tradicionales, su influencia en la opinión pública, y principalmente en los más jóvenes, es importante. Allí la crítica es feroz y destemplada. No es posible exigirles a los twiteros un comportamiento ejemplar, pero sí se esperaría de autoridades y políticos una conducta diferente. Pero no ha sido así. De uno y otro bando -incluyendo al Mandatario y su sector- se han esmerado, en este y otros tiempos, en subrayar las miserias del adversario, con desmesura, en patota, con posturas categóricas y no del todo justas, sin espacio a los matices y a la reflexión. Más que cuidar las palabras y la convivencia, prevalece el aprovechamiento político y un todo vale – a veces descarnado- a la hora de sumar adeptos y ver caer al enemigo.

Tiene razón el Presidente, pero no debe ser él quien lo diga. Los personeros públicos -y sobre todo la máxima autoridad- son objeto de escrutinio y cuestionamiento, siempre. Por eso, incluso su esfera privada está más expuesta a la fiscalización que la de los ciudadanos comunes y corrientes. Esa es la principal labor, la primera, que deben cumplir los medios de comunicación. Son garantes de la democracia y su ejercicio debe ser realizado con libertad y holgura. Si se equivocan, si mienten, son los tribunales los encargados de juzgar y penalizar su actuar, pero de ninguna manera el Mandatario, menos cuando lo hace apuntando con el dedo a tres medios. ¿No es esa una forma de inhibir la actividad periodística? ¿no hay ahí una presión?

El Presidente Boric debiera recordar lo que señaló como candidato: “el rol de los medios es incomodar al poder y cuando uno se siente acorralado y las preguntas son muy difíciles, en buena hora, para eso está la prensa”. Es una idea que repitió en los primeros y eufóricos días de su gobierno, cuando aún no experimentaba el zumbido de los medios en su oreja. Otra vez, la maldita guitarra.

Tiene razón. Prima lo negativo y es fundamental hacer el esfuerzo por valorar y cuidar lo que tenemos, para que Chile no parezca el infierno que no es. Es un llamado a los medios, y también a líderes de opinión, políticos y ciudadanos. Pero es clave hacer esa distinción siempre, con altura y sentido de responsabilidad, y no únicamente cuando están en entredicho los propios intereses. Así, solo así, nos puede ir mejor.

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Por Matías Carrasco.

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POR LO MENOS

Tengo un amigo que le decimos el “por lo menos”. Es un tipo afable y cariñoso. Tiene los ojos caídos y un andar lento y acompasado.  El apodo se lo ganó por esa costumbre de reaccionar, cuando uno menos se lo espera, de forma desmedida y descuadrada. Es como intentar matar a un piojo con una escopeta. Podemos estar en círculo, con un vaso en la mano, conversando animadamente de cualquier tontería. Uno le lanza una talla, nada especial, algo más bien inofensivo, y nuestro amigo responde: “por lo menos a mí no me engaña mi mujer”. Se hace un silencio corto, y luego viene la risotada. Todos nos reímos. Incluso el cornudo. Conocemos al “por lo menos”. Conocemos su insólita debilidad. Lo queremos. Sabemos que no hay mala intención, aunque la patada vaya directamente a la rodilla. Tiene la gracia de que sus embates produzcan sorpresa y carcajadas, y no reproches ni camorras. Tal vez su aspecto bonachón le juegue a favor.  

Sus “por lo menos” están cargados de una pólvora seca y explosiva y siempre plantean un contraste bestial. Por lo menos tengo trabajo. Por lo menos me hago cargo de mis hijos. Por lo menos mi padre se acuerda de mí. Sirve para hundir a quién tenga al frente, para humillarlo, para dejarlo en pelotas frente al mundo, pero también funciona para marcar una distancia, cierta diferencia con el desgraciado oponente de turno. Tiene un tufillo a reprimenda moral.

Digo todo esto pensando en nuestro Presidente. En algunas de sus declaraciones, me recuerda al “por lo menos”. Por lo menos no murió como un cobarde. Por lo menos voy cuando me invitan. Comparten con mi amigo esa calentura irrefrenable y esas salidas de cuadro, de tanto en tanto. Pero a diferencia del original, el Mandatario lo dice seriamente, siempre con el rostro contraído, con aires de solemnidad. Y al otro lado, en vez de risas, se hace la bataola. Quizás sea porque es el Presidente de Chile, y al Presidente se le exige, corresponde más bien, otra altura y otra responsabilidad. En cambio a mi amigo, el “por lo menos”, no lo conoce nadie.   

Otro aspecto interesante es que el “por lo menos”, el auténtico, una vez que lanza la pachotada no se le mueve ni un solo pelo. Pecho a las balas. Es como si no se enterara del misil que acaba de disparar. O como si sintiera, extrañamente, algo de orgullo. A veces lo enfrentamos. ¿Pero cómo puede ser, hombre? Y él, como si nada. Con suerte, levanta los hombros y le da un sorbo más a su trago. Pero el Mandatario lanza un “por lo menos” y se esfuma. Y ahí están sus ministros, leales como perros, dando explicaciones. Lo que él quiso decir. Una frase frecuente, sello de esta administración. Pero conviene hacerlo. Es el Jefe de Estado y lo que diga o deje de decir, cuándo lo señala, el tono que ocupa, el volumen que decide, tiene repercusiones y puede influir en los ánimos, en los acuerdos, en los proyectos, y en la energía que mueve a Chile. Quizás por eso siente la electricidad.

A mi amigo lo hemos visto más tranquilo. No sé si es por los años, alguna reflexión que desconozco o porque nos juntamos menos. Vaya a saber uno. Pero lo cierto es que sus arranques se han domesticado. Es de esperar que el Presidente también haga lo propio. Se vería mejor en un estilo más sobrio, más contenido, domeñando sus impulsos. En ocasiones lo logra, pero a ratos se le sale la cadena. Ojalá baje un cambio…o una revolución. Por lo menos, ayudaría al ambiente y a la convivencia del país.

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Por Matías Carrasco.

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VALENTÍA

Trato de no hablar mal de los muertos, aunque a veces me he visto tentado a hacerlo. Menos de los que han partido hace apenas unas horas. Incluso cuando son despiadados, intento evitarlo. Los muertos ya no están y tras ellos hay una esposa, hijos o un marido que merecen la distancia de los extraños. ¿Para qué husmear en los cajones ajenos? Además uno nunca sabe qué diablos se teje en el alma de los muertos.

Pero el Presidente Boric habló esta semana de ellos. De Teillier y del condenado por el brutal asesinato de Víctor Jara, Hernán Chacón, que decidió suicidarse al ser notificado de su destino. Extrañamente, juntó ambos mundos. “Guillermo Teillier murió como un hombre digno, orgulloso de la vida que había vivido, y hoy día cuando estamos próximos a conmemorar 50 años hay otros que mueren de manera cobarde para no enfrentar a la justicia» – dijo.

Es una declaración ácida y filuda. Tiene la fuerza, y también el veneno, de esas cosas que se dicen sin nombrarlas claramente. Pero todos sabemos a qué (y a quién) se refería.

Es una mala frase, pero no solo por la relación que podría establecerse entre suicidio y cobardía, desde luego, inexacta. Hace muchos años, hablaba con mi suegro de la época sobre una pareja de estudiantes universitarios que se había suicidado. Él, un hombre alto y de nariz puntiaguda, decía que eso era pura cobardía. Yo replicaba, con la insolencia de la juventud, que eso era una enfermedad, o desesperación, o un sufrimiento inconcebible. “¿Acaso no hay que tener coraje para escalar veinte pisos y lanzarse desde allí por los aires?” -le pregunté. Un día después, a pito de nada, me comentó que había cambiado de opinión, que no se trataba de cobardía. No sé qué habrá pasado por su cabeza, pero esa tarde me pareció más alto que el día anterior.

En otra ocasión vi los ojos de un suicida que lo intentó sin suerte. No había allí cobardía, sino desesperanza. Una vez le pregunté a mi sicoanalista por qué algunas personas lograban sortear momentos muy difíciles y otras se decidían a terminar con su vida. Pensaba que era un asunto de tolerancia a la tristeza. No es solo tristeza, me aclaró el terapeuta. También puede ser odio, odio a uno mismo. Por eso atentan contra la propia existencia.

No. No se trata de una correspondencia entre pusilánimes y suicidas. Incluso pienso que ni el mismo Presidente Boric quiso llegar a esa conclusión. Lo que dijo lo dijo desde la emoción de la muerte de Teillier, su amigo, y la rabia de una justica esquiva. El punto, y esta es la otra cara de una frase inoportuna, es que el Mandatario, sobre todo en estos tiempos revueltos y crispados, sobre todo en la conmemoración de los 50 años del golpe militar, debiera ser el primero en cuidar las palabras, la convivencia y la unidad nacional.

Aunque lo piense, aunque lo sienta en la guata, incluso aunque tenga razón, el Presidente no puede decir lo primero que se le venga a la cabeza, ni menos declaraciones que calientan los ánimos de una tierra que viene subiendo de temperatura hace un buen rato.
Este es un tema que no solo lo atañe a él, sino que a buena parte de la clase política, de uno y otro lado. Son autoridades. Ellos y ellas guían y deciden los pasos de Chile. Debieran ser un ejemplo de diálogo, mesura y responsabilidad. Pero no han estado a la altura. La mayoría no lo ha estado. En vez de tender puentes, se enredan en la pelea chica, en viejos rencores, en sus luchas de poder y en performances y frases estridentes que solo persiguen likes y al aplauso de los suyos.

A veces me viene la nostalgia y el recuerdo del Presidente Aylwin en el Estadio Nacional, con la dictadura apenas en su espalda, aguantando la pifiadera de miles de chilenos, defendiendo el derecho a la reconciliación, recordándonos, a viva voz, que Chile es uno solo, ¡sí, señores! ¡sí, compatriotas!, uno solo.

Ojalá viéramos hoy, en nuestros líderes, ese atrevimiento y valentía.

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Por Matías Carrasco.

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CUENTO BREVE: CARACOL

En la antesala de su cumpleaños, Manuel los sorprendió a todos.

– Quiero un caracol – dijo.

– ¿Un caracol? – preguntó asombrada su mamá.

– ¿Un calacol? – comentó la pequeña Laura con una pronunciación de mil demonios.

– Pero, si quieres, puedes tener cualquier otra mascota – se apresuró su padre-. Hay perros preciosos. Un border collie. Un labrador. Un boyero de Berna. O un pastor alemán, de esos grandes y de patas firmes. Tal vez, quieras adoptar a uno pequeño, de orejas graciosas.

– No. Quiero un caracol – insistió Manuel.

– ¿Y por qué no un gato? – interrumpió la abuela mientras tomaba una taza de té-. Son fieles y ágiles. Te puede acompañar en la cama y despertar todas las mañanas con su ronroneo. Yo tenía uno que trepaba las cortinas y se llamaba Cebollín.

– ¿Y un erizo de tierra, Manu? – se incorporó la hermana, levantando la cabeza del celular-. La Domi tiene uno. Su cara es puntiaguda y muy tierna. Su cuerpo está lleno de espinas, y cuando se asusta, se convierte en una pelota.

– Pida un hurón, mijo – opinó la nana Rosa mientras cortaba un pedazo de pan-. Están de moda, son simpáticos y nos puede ayudar a mantener a los ratones lejos de casa.

– No. Yo quiero un caracol – volvió a insistir el niño.

– ¿Y por qué quieres un caracol? – le preguntó, al fin, su mamá.

– Porque necesito que alguien me enseñe a esperar.

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Por Matías Carrasco

*Primer lugar en el VII Concurso de Cuento Corto, Corporación Lo Matta.

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CUENTO: LA PERRA

Damián tocaba el timbre, pero no respondía nadie. El mini bus que lo traía del colegio lo dejó justo al frente de su casa, y después de un par de bocinazos, se fue echando un poco de humo, como de costumbre. Pero esta vez, nadie abría.

Damián se agachó y miró por debajo de la puerta. Alcanzó a ver el pasto medio seco, las hortensias cabizbajas, unos pastelones que llegaban hasta la entrada y la pequeña saltarina donde se entretenía por las tardes. Se sacudió las rodillas y volvió a ponerse de pie. Ahora, intentó golpeando el latón oscuro con sus nudillos diminutos. Pero nada.

Un auto pasó chirriando justo atrás suyo. Sintió miedo. Volvió a tocar el timbre. Esta vez con insistencia. Se le apretó la guata y le dieron ganas de ir al baño. Dejó la mochila a un lado, se sentó con su espalda apoyada en la puerta, y hundió su cabeza entre las rodillas.

– ¿Qué pasó, niño? – preguntó una mujer, toscamente.

Damián levantó la cara, y vio a la perra. Así le decían en el barrio. Era la vecina que vivía cruzando la calle. Tenía unos sesenta años, el pelo rubio y tomado, y unos anteojos de un marco brillante. Sus labios eran delgadísimos, la nariz puntiaguda y una expresión, casi siempre, amarga. Le corrían varios cuentos que le hicieron ganarse el apodo de “la perra”. Se decía que odiaba a los gatos (algunos aseguraban que tenía uno crucificado en el living, arriba de una chimenea vieja) y que hacía sus necesidades, las líquidas y las robustas, en el patio. Pero no solo eso. También se le atribuía un carácter extraño y temible. Decían que su casa estaba llena de cerrojos y puertas blindadas. Se comentaba que había una justo antes de subir la escalera que daba a su dormitorio. Otra al final de los escalones, y una tercera puerta, la de su pieza, maciza y de siete cerraduras. Algunos rumoreaban que allí escondía a su esposo muerto. El marido era un profesor universitario. En los últimos años, era habitual verlo salir o llegar a su casa con la misma facha: un pantalón claro ajustado más arriba de su cintura, una camisa blanca abotonada hasta el cuello, zapatos cafés de suela gruesa, la cabeza calva y unos libros bajo el brazo. Parecía menos serio que la señora. A veces soltaba una sonrisa. Pero no hablaba con los vecinos. En esa casa, nadie hablaba. Pero hacía tiempo que no se le veía. De un día para otro, el caballero se esfumó. Y empezó otra vez el comidillo. Silvia, la del pasaje, aseguraba que el tipo, simplemente, se aburrió y se fue. Irma, la de la pastelería, decía que el “chico pelado” (Irma nunca cuidó mucho sus palabras) estaba enredado en asuntos legales, incluso medios oscuros, y que, apretado por la policía, decidió huir. Y Mario, el del almacén, el que mejor sabía contar historias, afirmaba que la perra lo había envenenado, que lo hizo un día frío, con un pastel, de esos de manjar que vendía la Irma, y que después de engullir el pastelito, el viejo se puso tieso, dio un par de tiritones, dejó caer su cabeza contra el plato y allí se quedó, duro como un pan añejo. Y luego, el cuento de que la perra lo tenía oculto en su pieza, bajo siete llaves. Todo eso se decía, aunque nadie había entrado en su casa, nunca.

– ¿qué pasó, cabro? – insistió la mujer, mirando hacia abajo.

Damián, que también sabía de la perra, tragó un poco de saliva y levantó los hombros.

La perra dio un paso adelante y tocó el timbre. Luego intentó mirar sobre la puerta.

-Aquí no hay nadie – dijo-. Te dejaron solo.

-Mi mamá está trabajando – respondió Damián, con un hilo de voz.

-¿Y qué vas a hacer? Un niño de tu edad no puede estar solo en la calle.

Damián no respondió. Tenía su vista pegada en los zapatos de la mujer. Se parecían a los de su abuela.

-¿Quieres esperar en mi casa? Puedo comprarte un pastel – dijo la señora.

Damián levantó la cabeza y abrió los ojos como cuando viene el pánico o el asombro.

-¡Ja! – la perra, soltó una risotada -. No creas en todo lo que dicen. Son tonteras. Olvídate del pastel, chico. Te preparo un vaso de jugo.

Una brisa movió la copa de los árboles y cayeron algunas hojas en el suelo.

Por la misma vereda venía caminando una señora gorda con delantal, cargando pesadas bolsas de plástico. Cojeaba levemente de un pie. Pasó por la espalda de la perra y unos metros más allá devolvió unas miradas curiosas. La perra, en un ademán intimidante, movió los brazos y gritó “¡bu!”. La señora dio un salto, aceleró el tranco, y dio vuelta en la esquina.

Damián, sonrío.

-La gente me tiene susto, niño. Exageran. Inventan. Nada de lo que dicen es verdad.

Damián observó atentamente a la perra. Tenía una pollera larga y gris que le llegaba hasta más abajo de sus rodillas. Arriba andaba con un beatle blanco, y sobre él, un collar de perlas. Las manos las tenía huesudas y con las venas bien marcadas.

-Vamos a mi casa. Esperaremos a tu madre allí – dictó la perra, dando la media vuelta.

Damián se quedó fijo en su lugar.

-¿No vas a venir? -preguntó la mujer, girándose.

El niño negó con la cabeza.

-Dicen que mató a su esposo – se animó a comentar Damián.

-Y dicen también que lo tengo encerrado bajo siete llaves en mi dormitorio – respondió la perra, acercándose al niño-. Eres muy chico para todos esos chismes. No tengo por qué contarte qué diablos pasó con el infeliz de mi marido. Apuesto que tu papá tampoco está contigo. Tu madre debe saber por qué los hombres se van de casa. Pregúntale a ella. ¿O también lo tienen muerto y escondido en el segundo piso? – Esto último lo dijo mirando la ventana que estaba justo arriba de un damasco.

Damián hizo una mueca.

-¿Y el gato que tiene clavado sobre la chimenea? – arremetió ahora con la voz más firme.

-¡Ja, ja, ja! – río la perra. – Eso no lo había escuchado. ¿Y cómo se supone que tengo clavado al gato, cabro metiche?

-En una cruz – respondió el niño, ahora con un tono acusador.

-No podría clavar a un gato. No sabría cómo hacerlo. El único gato que tuve se llamaba Gaspar y trepaba las cortinas. Y eso fue hace tantos años que poco me acuerdo. Tampoco lo clavaría en una cruz. Eso es para los santos y ladrones.

-¿Y la caca? – preguntó Damián, esta vez con un dejo más retraído.

-¿Qué caca? – dijo la perra, irritada.

-Qué hace caca en su jardín – aclaró.

La perra miró a un lado unos segundos. Luego volvió sus ojos a Damián.

-¿Vas a venir, o no? Te puedo dar algo de comer.

El niño negó con la cabeza.

-¡Cómo quieras! – dijo la perra. Cruzó la calle y entró a su casa.

Damián comenzó a mascarse las uñas. En la vereda del frente tres hombres pasaron caminando, hablando en voz alta y bebiendo unas latas de cerveza. Damián los siguió con la mirada. Luego, cruzó sus brazos sobre el estómago y se puso a llorar con la vista pegada al piso.

Una ráfaga movió otra vez las ramas de los árboles, y la tarde se hizo más fría.

De pronto, Damián sintió una presencia extraña, invasiva. Cesó el llanto, levantó la cabeza y allí estaba la perra, ahí estaba la mujer, puesta en cuatro patas, olisqueando su cara y lamiendo su nariz, su boca y sus lágrimas, con una lengua áspera y mojada. Y en el suelo, un pan de queso y jamón envuelto en una servilleta de papel.

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Por Matías Carrasco.

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COMPRENDER

Sigo el debate sobre las últimas declaraciones de Patricio Fernández -hoy asesor presidencial para la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado- en una entrevista radial. “La historia podrá seguir discutiendo por qué sucedió o cuáles fueron las razones o motivaciones para el Golpe de Estado. Eso lo vemos y lo vamos a seguir viendo. Lo que uno podría empujar, con todo el ímpetu y con toda la voluntad, es decir: ‘ok, tú, los historiadores, y los politólogos podrán discutir por qué y cómo se llegó a eso, pero lo que podríamos intentar acordar es que los sucesos posteriores a ese Golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio’”-  dijo el ex convencional.

En otras palabras, Fernández acepta que algunos quieran tener una animada conversación para descubrir por qué diablos Chile terminó en un Golpe Militar, pero lo que no se puede debatir son los crímenes que ocurrieron tras el bombardeo a La Moneda. Y eso, debiese contar con una condena transversal. No parece tan descabellado.

Sin embargo, sus opiniones levantaron polvo, y harto. Distintas agrupaciones de derechos humanos enviaron una carta al Presidente Boric, solicitando la renuncia de Fernández. Arguyen que  “es una muy mala señal que no condene el Golpe de Estado y relativice ese acto fundacional de la criminalidad más brutal que partió el mismo 11 de septiembre de 1973″. Sectores de la izquierda lo acusan de negacionismo y el diputado PC, Luis Cuello, asegura que “no creo que sea correcto ni siquiera sugerir que se puedan discutir las motivaciones del Golpe de Estado”. No es el único. Son varios que piensan lo mismo. 

¿Es posible interesarse por las causas que llevaron al Golpe sin por ello justificar los delitos, asesinatos, torturas y exilio que le sucedieron? 

Leo por estos días el último libro del escritor Emmanuel Carrere, V13, una secuencia de crónicas bien depuradas sobre el juicio a 14 acusados de participar en los atentados terroristas que azotaron Paris el 13 de noviembre de 2015. Es una narración honesta y bien al filo, a “lo Carrere”. Allí, el periodista cita al filósofo, Spinoza: no juzgar, no deplorar, no indignarse, únicamente comprender. Pero inmediatamente después, parafrasea al Primer Ministro Francés de la época, Manuel Valls: comprender ya es disculpar. 

Es esta encrucijada la que nos tiene enredados hace un buen tiempo. Cualquiera que quiera asomarse a comprender los hechos que antecedieron el violento y profundo quiebre de hace 50 años, corre el riesgo de ser acusado de negacionista, de relativizar las violaciones a los derechos humanos o ser cómplice de tales atrocidades. ¿Será tan así? Por supuesto que no.

En su último ensayo, Daniel Mansuy, plantea -seria y detalladamente- esta problemática. El final de Allende es tan dramático, la escena tan dantesca, su discurso tan bello, que se convierte en un mártir, y en algo así como la piedra del sepulcro imposible de remover. Hay un manto moral que lo cubrió todo. No solo la muerte del ex presidente, sino también su gestión y la de quienes lo acompañaron en la UP. Por eso quien se anime a correr la piedra le caerá una tremenda reprimenda moral encima. De ahí, el silencio. 

Hay quienes piensan que hablar sobre las causas del Golpe, es justificarlo. Otros creemos que hacerlo, conversar sobre ello, plantear acaloradamente los contrapuntos, es una buena forma de sacar lecciones y evitar que se repita. ¿El Golpe fue perpetrado solo por el empresariado, la derecha y la injerencia internacional? ¿no tuvieron los partidos de la UP responsabilidades en el clima social y político de la época? ¿Cuánto colaboró el Partido Socialista en tensionar las posiciones? ¿Cuál fue el papel que cumplió la DC y el Partido Comunista? ¿Cuánta responsabilidad le cupo al mismo Allende para terminar en una situación difícil de sostener? ¿Por qué llegamos a odiarnos tanto?

No conozco a Patricio Fernández, tengo diferencias con él en algunas de sus intervenciones, pero me parece que lo que dijo no es ninguna aberración. De hecho, para la conmemoración de los 50 años del Golpe les he aconsejado a mis cercanos leer dos libros: Salvador Allende, la izquierda chilena y la unidad popular, de Daniel Mansuy, para entender- en parte- las causas que llevaron al quiebre institucional. Y La Búsqueda, de Cristóbal Jimeno, para advertir por qué no pueden justificarse -desde ningún punto de vista- los salvajes crímenes cometidos en dictadura.  

Comprender no es justificar. 

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Por Matías Carrasco.

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NEGACIONISMO

Un grupo de diputados oficialistas presentó un proyecto de ley para sancionar -incluso con cárcel- a quienes aprueben, justifiquen o nieguen los crímenes ocurridos en la dictadura militar, consignados en los informes de cuatro comisiones estatales, ampliamente conocidas. En un documento de 12 páginas, se explica que esta iniciativa responde a un “imperativo ético”, buscando evitar que situaciones tan atroces como las que se vivieron en Chile se vuelvan a repetir.  Suena bien, sobre todo si los argumentos se esgrimen en nombre de la paz, la democracia y la dignidad humana.

Sin embargo, hay un trasfondo que vale la pena atender. Y no se trata solo del conflicto que esta propuesta plantea con la libertad de expresión, sino más bien con el posible deterioro que pueda traer a la discusión pública (y privada) de estos asuntos. ¿Cómo dilucidar si alguien aprueba, justifica o niega los crímenes consignados en la dictadura? ¿qué es, exactamente, lo que debe decir para ser sancionado? ¿qué tipo de acciones caerían en esta categoría? 

Lo más simple, es pensar que si una persona niega la ocurrencia de asesinatos, torturas y desapariciones en los tiempos del régimen militar (¿existirá una persona como esa?), debe ser sancionada. Hasta ahí, todo claro.  Pero, por ejemplo, la última intervención del consejero, Luis Silva, declarando su admiración por el “estadista” Pinochet, ¿sería una muestra de negacionismo? O si un profesor de filosofía quisiera debatir con sus alumnos sobre si existieron razones o no para justificar la violación de derechos humanos en Chile, ¿sería una especie de justificación a esos mismos delitos? O si algún investigador escribiese un ensayo sobre la responsabilidad que la izquierda tuvo en la crisis institucional que llevó al golpe de Estado, ¿sería de alguna forma, aprobar los horrores que allí ocurrieron? Y el escritor y ex ministro, Mauricio Rojas, ¿debería estar preso por su crítica al Museo de la Memoria?

El problema, sobre todo en esta época, es que no existe el ánimo de abordar estos temas con equilibrio y racionalidad. Más bien, prima todo lo contrario: las emociones, la victimización y el poder de lo subjetivo. No es que exista en Chile una realidad consensuada, de contornos claros y horizontes bien definidos. Existen cientos o miles de interpretaciones. El lenguaje se trastoca una y otra vez. Hay desmesura, hipersensibilidad, oportunismo y exageración. En pleno estallido algunos apuntaban a Pïñera como tirano y dictador. Varios plantean, incluso hoy, que en Chile no existe democracia. Para otros, palabras inadecuadas o un chiste inoportuno, pueden ser considerados como abuso o discriminación. La crítica política de la presidenta del PPD, Natalia Piergentili, quién mencionó con ironía la frase “les compañeres”, le valió una acusación de homofobia. A todo se le pone el apellido de “violento”. A Kast lo tienen por nazi. Incluso, si uno critica a una mujer, aún con evidencia en mano,  puede ser acusado de misoginia. Así, ¿con qué garantías podría aplicarse una ley como la que se propone?    

Hoy, más que la amenaza de una nueva dictadura brutal como la que vivimos, está el riesgo de seguir horadando y asfixiando el debate público, tan necesario para el cuidado de la democracia. Lo políticamente correcto nos tiene bien jodidos. La sanción del negacionismo no asegura, ni de cerca, que algo así no vuelva a suceder. Es más bien la conversación abierta y franca la que nos permitirá aprender y sacar lecciones sobre ello. Y si alguien comete la estupidez de negar lo que está fehacientemente comprobado, será la misma opinión pública y el peso de la razón la que permitirá poner las cosas en su debido lugar. No son necesarias las mordazas. Dejemos que las personas elijan de qué hablar y en qué creer. 

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Por Matias Carrasco.

*Foto: diario La Tribuna.

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¿IMPORTAN LAS PALABRAS?

Se ha instalado un interesante debate respecto a la responsabilidad de un sector de la izquierda en el desprestigio de Carabineros, y su impacto en la lucha contra el crimen y el desorden callejero. ¿Tiene algo que ver el apoyo a la violencia del estallido, o al menos un silencio cómplice, con lo que hoy estamos viviendo? ¿Influyeron, de alguna manera, las destempladas declaraciones de actores políticos y sociales en contra de la Institución? ¿Son inocuas esas opiniones o tienen algún efecto en la convivencia social?

Se dirá que el descrédito de Carabineros tiene que ver con los casos de violación a los derechos humanos, montajes y corrupción del alto mando. Y se argüirá también, que la delincuencia y el narcotráfico vienen avanzando hace décadas en barrios marginales en donde el Estado, simplemente, desapareció. Se suman las consecuencias de la pandemia y de la crisis migratoria. Todo eso es cierto. La pregunta es, para ser más preciso, si además de todo aquello, el comportamiento de la izquierda más radical, del Frente Amplio y del Partido Comunista, acrecentó o no el problema.

Es una discusión incómoda, más todavía para una izquierda que tiene una percepción de sí misma tan pura y mesiánica, que no resiste verse enredada en un lío que afecta a millones de personas que son, precisamente, las que ellos y ellas dicen defender. El senador PC, Daniel Nuñez, planteó, con total seguridad, que la izquierda y el Partido Comunista “no son responsables del desprestigio de Carabineros”, y advirtió que cualquier asociación en ese sentido era “una canallada”. Por su parte, la ex timonel de Revolución Democrática, Catalina Pérez, sostuvo que pensar que un perro (en alusión al perro mata pacos), una foto o un twit son culpables, o deben asumir alguna suerte de responsabilidad “es faltar a la inteligencia de la ciudadanía”.  Pero algunos de su propio sector piensan distinto. El presidente Boric dijo que «vale la pena reflexionar respecto a nuestras actuaciones en el pasado», y el subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, reconoció que “no hubo la suficiente comprensión de los efectos de determinadas posiciones”.

¿Importan las palabras?

Claro que sí, sobre todo cuando se van sumando, una a otra, cuando son persistentes, categóricas, y se convierten en corrientes de opinión. Fue lo que pasó después del estallido y se extendió por largo tiempo. La izquierda construyó una narrativa que no dejaba espacio a dudas: Carabineros se convirtió en una fuerza criminal, que debía ser, incluso, disuelta. En esos días, no había ganas de matizar, de diferenciar, nada de nada. La primera línea, la misma que lanzó contra carabineros cientos de bombas molotov, fue aplaudida de pie en el ex Congreso Nacional. Frente a cada acción policial, todavía confusa, los twits salían rápidamente, encendidos como llamas, a condenar el actuar de los uniformados, sin considerar, si quiera, la presunción de inocencia. Hubo una presión política y mediática (algunos periodistas también aportaron con lo suyo) que afectó el actuar de las policías.

¿Importan las palabras?

Por supuesto. La misma izquierda ha sacado ministros por sus twits, y no por sus acciones. Los mismos que hoy reniegan toda responsabilidad han insistido hasta el cansancio que la causa de la violencia brutal del estallido se debió a siete palabras enunciadas por el presidente Piñera: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. La izquierda, sobre todo la que hoy gobierna, le ha dado especial protagonismo a los símbolos, al lenguaje y a las palabras.

Es importante admitirlo: las palabras, para bien o para mal, sí contribuyen al ánimo de la sociedad y a la salud de nuestras instituciones. Que lo reconozca la izquierda y todos los sectores políticos y sociales. Es una buena forma de corregir el rumbo y comenzar a recuperar cierto sentido de país y de comunidad.

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Por Matías Carrasco.

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LLORAR

No sé mucho de tenis. Entiendo que se trata de lanzar la pelota al otro lado de la red, intentar que caiga dentro del rectángulo y pegarle con todo al primer bote. También aprendí a llevar la cuenta de los puntos, en una secuencia extraña de 15, 30 y 40, ventaja, iguales, ventaja otra vez, el juego, el set y el partido.  De joven jugaba, pero nunca fui bueno. La raqueta la empuñaba como a un martillo, el derecho me salía siempre alto, más allá de la línea de fondo, y mi revés era cualquier cosa.  Aún así me gustaba mirar el tenis y de cuando en cuando me da por revisar en youtube los mejores puntos del chino Ríos.

Por eso seguí el partido de despedida de Roger Federer. Fue un dobles con Rafael Nadal. Perdieron en dos sets y en un definitivo match tie break, que nunca había visto. El partido estuvo bien, pero no mucho más que eso. Lo interesante fue ver a Federer llorar como un niño al término del encuentro. No es común ver a los hombres llorar. Menos a un adulto. Menos a un número uno.  Menos frente a todo el mundo, y con espasmos, y con la cara descubierta, y con la voz quebrarse una, dos, tres veces, y con la frente alta, sin taparse los ojos, sin disimular, sin atisbos de vergüenza. Era el adiós a una exitosa carrera de 24 años. Repartió abrazos. Agradeció. Se dejó querer. Pero, sobre todo, lloró.

Me acordé de un poema de Mario Benedetti que decía que un hombre alegre es uno más en el coro de hombres alegres, pero que un hombre triste no se parece a ningún otro hombre triste. Creo recordar a todos los hombres, jóvenes o maduros, que han llorado frente a mí. Es un espectáculo. Es como ver caer una represa o un dique. Una muralla se viene abajo y tras ella el agua, los temblores y el rostro contraerse.

A la mujer se le deben muchas cosas, pero al hombre se le debe restituir su derecho a llorar. Por distintos motivos, se resiste a hacerlo. Y cuando le viene la cosa (porque a todos nos viene la cosa) se esfuerza por evitarla, aunque le brillen los ojos, aunque la nariz se humedezca, aunque la garganta se angoste, y entonces carraspea, y aprieta los dientes, y gesticula con la boca, y baja la vista, y se rasca la cabeza, y zafa del desahogo.  

Ojalá, mi hijo, aprendiera a llorar. Ojalá todos los hombres lo hiciéramos. No se trata de una oda a la melancolía, sino de proveernos de una apropiada desembocadura o un desagüe si se quiere, que nos permita desarmarnos por un rato.  

En sus instrucciones para llorar, Julio Cortázar, recomendaba pensar en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes, en los que no entra nadie, nunca. Agregaría la imagen de un lobo de mar muerto en la playa o el de una tortuga sin dientes.  Pero razones siempre habrá. A veces son penurias, otras emoción o felicidad. Incluso, los avatares del día a día. Lo importante es asumir, de una buena vez, que los hombres sí lloran, o al menos, sí debieran hacerlo. El caso ya prescribió. Algunos podrán llorar en silencio, escondidos en el auto, en la ducha o en una escalera de emergencia. Los rehabilitados podrán hacerlo con escándalo, a moco suelto y con hipo si les da la gana. Los oportunistas seguirán llorando en los funerales. Y los que aún se resisten o se acostumbraron al desierto, podrían reconsiderar el llanto, o de tratarse de casos perdidos, hacer penitencia formando a las nuevas generaciones.

Lo de Federer es una buena lección. Ver a un ganador llorando a la vista de todos, es una gran enseñanza. Especialmente, para los hombres que no pueden, o no quieren, o no saben llorar.

Por Matías Carrasco.

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