LABERINTO EN PAREJA

El sábado pasado, después de comer en la casa de unos buenos amigos, tuve una discusión, un breve cruce con mi señora. Al final siempre haces lo que quieres, le dije. Y ella, retrucó advirtiéndome que era yo quien se dejaba arrastrar. Todo en un tono frontal, algo subido, pero tampoco para tanto. Al instante, el matrimonio anfitrión se miró y casi a una sola voz sugirieron: tienen que escuchar el podcast «La pareja en el laberinto».  Me fui con ese nombre en la cabeza y un silencio en el viaje de regreso.

Sin mucha expectativa, el lunes, en mi caminata diaria al trabajo, decidí escuchar el podcast. Mis amigos saben de estos asuntos, de la vida en pareja, digo. Tienen sus achaques de vez en cuando, han pasado situaciones jodidas, y lo intentan, siempre intentan estar mejor. Me llevé una grata sorpresa. Se trata de una mujer, sicóloga chilena, terapeuta, de unos 40 ó 50 años, adivino, de nombre Blanca Lecaros. Y de un tipo, abogado, de edad similar, llamado Alejandro. Ambos, se intuye, se llevan bien, se transmite una complicidad de amigos. El lenguaje es simple y la atmósfera relajada y liviana. Los temas que tratan en 15 capítulos, de casi una hora cada uno, los abordan con hondura, pero sin dejar de lado el humor y la levedad. A él lo considero un hombre generoso. No busca protagonismo (y en estos tiempos eso es un valioso hallazgo), sino que es quien da continuidad entre uno y otro episodio y cumple un rol como de bandejero para que ella, la que sabe, la experta, se explaye. Hay referencias a Freud, a la literatura, a la filosofía, al cine (generalmente clásico) y a mitos griegos. Todo para que las ideas que se van planteando se aterricen y se entiendan con claridad. Y lo logran.

El primer capítulo habla sobre la historia de la pareja. Vivir en pareja no es una pulsión biológica, sino cultural. Sus inicios se explican por su rol funcional, para asegurar la herencia en la familia, literalmente como si de un contrato se tratara. En esos tiempos la afectividad y el erotismo quedaban escindidos de la pareja. Luego, con el cambio de paradigma, las cosas se invirtieron. Los afectos y el sexo crecieron en importancia, y la imagen de un matrimonio siempre a gusto, siempre dispuesto, siempre enredado en las sábanas, se convirtió en una must que debemos cumplir. Todo ensalzado con el cine de Hollywood, las novelas rosas y un montón de ofertas culturales que reafirmaban ese ideario.

Del segundo capítulo, en adelante, la cosa se pone entretenida. En la base una gran revelación: con la irrupción de la mujer al mundo laboral, la cancha se empareja. El poder, como antes, no estaba solo en el hombre, sino que ahora debía ser compartido entre ambos. De ahí la dificultad para tomar decisiones y organizar la vida entre dos. Es primera vez en la historia que algo así sucede. Nadie sabe muy bien cómo hacerlo. Es algo que repiten, una y otra vez. Hablan de cómo enfrentar los conflictos, de cómo mantener vivo el deseo y del sexo, cómo no, del sexo. Sostener el conflicto, plantea la terapeuta, es la mejor manera de mantener a una pareja con vida. La otra cara de la guerra no es la paz, sino el conflicto, dicen. Es una frase que lo deja a uno con la cabeza inclinada, pero es cierta. Hay que escuchar el podcast para entenderlo. Y otra buena observación es que debemos aprender a soportar la diferencia del otro, movilizarla, azuzarla, y no intentar una mal entendida fusión que puede anularnos, llevarnos al despeñadero, o incluso a la depresión.

Me gusta lo que escucho. No es un antídoto simple o de bolsillo. Es una mirada compleja, inteligente, audaz. Requiere de apertura y, sobre todo, de mucha honestidad y coraje. Es un podcast que deja a la intemperie nuestra propia fragilidad. Las emociones van variando. A veces me río, otras me da rabia y a ratos también aparece la tristeza. Entiendo que es un podcast hecho (con mucha preparación, y eso se nota)  para ayudar a las parejas a estar mejor. Pero más allá de eso, se percibe el interés por promover decisiones libres y adultas, terminen como terminen. Por ahí va la cosa.

Hay una mala noticia. Antes de escuchar el podcast sabía que la vida en pareja era difícil. Y después de hacerlo, pienso que es más difícil aún. Pero tal vez esa sea su mayor gracia. Hacernos conscientes de esa dificultad y de cuánto depende de nosotros, y de nuestra valentía, salir airosos y felices de ese intrincado laberinto.  

Después de estar en silencio un par de días (bueno, así soy yo) volví a hablar con mi mujer. Le recomendé el podcast y lo comentamos de vez en cuando. Decidimos los dos meternos en el laberinto, aunque estamos allí hace casi 20 años. Juntos, día a día, buscaremos la salida.

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Por Matías Carrasco.

*El podcast «La pareja en el laberinto» se puede encontrar en Spotify.

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FEMINISMO

A veces digo, en reuniones sociales, que prefiero tener hijas inteligentes que feministas. Asumo que es una frase, al menos, provocadora. Cuando mi señora ha estado presente, ha salido rápidamente a intentar dar explicaciones y que, en realidad, lo que yo quiero decir, es que no me gustan las posiciones radicales. Y es cierto. No me gustan. Pero, si soy honesto, no me declaro, ni me declararía, feminista. Entiendo que es una afirmación jodida. Primero, lo de no asumirse feminista en un mundo en donde parece políticamente incorrecto hacerlo, y segundo, tal vez lo más espinudo, deducir que los feministas (y las feministas) no serían inteligentes. No es, desde luego, lo que quiero señalar. Si tuviera que ser más preciso, diría que el feminismo, como cualquier “ismo”, carga consigo un prisma, una manera de interpretar la realidad. De ahí, que no es raro que el movimiento derive, en algunas personas (y no pocas), en fanatismos o en una forma desmedida e injusta de tratar los hechos.

Recuerdo la primera vez que escuché el término feminista en la política chilena. Fue hace algunos años. Quizás, cinco años. En una entrevista le preguntaban a Giorgio Jackson, cuál era en ese momento el relato o las banderas que defendía la izquierda. El feminismo, respondió. Quedé perplejo. ¿Cómo el feminismo? Pensé que hablaría de la igualdad, los derechos universales o la superación de la pobreza, insignias históricas de la izquierda mundial. Seguramente, mucho más instruido que yo, Jackson sabía que el asunto feminista venía importándose desde Europa y que sería conveniente, a todas luces, alentar. Con el paso del tiempo, Jackson tenía razón. El feminismo ha sido una causa que ha dotado a la izquierda, otra vez, de buenas intenciones y de esa aura de redentores, de justicieros, que gustan representar. De ahí, cuando llegaron al poder, la promesa de ser un gobierno feminista.

El feminismo se convirtió así en una identidad provechosa. Declararse feminista lo vestiría a uno de aspectos deseables y que cualquier buen compañero quisiera tener. De alguna forma, asumirse feminista, y proclamarlo a los cuatro vientos, te convierte, por arte de magia, en un buen ser humano. El feminismo es un movimiento que busca la igualdad entre hombres y mujeres y dotarlas a ellas -hasta el minuto víctimas de la sociedad patriarcal- de las mismas oportunidades y libertades de las que ha gozado el ejemplar masculino. Y estoy de acuerdo. ¿Quién podría oponerse a ello? El problema es que, convirtiéndose el feminismo en un asunto identitario, pasó a ser, en lo grueso, una cuestión declarativa y performática en busca de reconocimiento y aceptación, y no en una idea racional, para la cual, habría que buscar soluciones más estructurales, honestas y de fondo. Por eso hoy asistimos a la desilusión de una coalición feminista que, ocurridos los hechos, no se ha comportado a la altura de lo que declararon, una y otra vez, con pancartas, vistosos pañuelos al cuello y bellos discursos.  

No es lo mismo hablar de feminismo y situar a la mujer en una situación de víctima en el siglo XIX, que en la sociedad actual. El escenario es absolutamente distinto. Por supuesto que hay cosas que mejorar y cuestiones en las que avanzar, pero no comparto esa visión que sitúa a la mujer, en términos generales, siempre en una posición desventajosa. Recuerdo un debate televisivo, estaban hablando de política, los ánimos estaban caldeados, un hombre retruca a una mujer con un buen argumento, y ella responde, “lo dices porque soy mujer”. ¿Qué es eso? O cuando una persona critica a una mujer y se le acusa de misoginia, ¿de qué estamos hablando? No son casos aislados.

El feminismo, cuando se asume como una cuestión identitaria, corre el riesgo de nublarnos la vista, a punta de pasión y entusiasmo, dejando a un lado la racionalidad y el pensamiento crítico. Por eso prefiero, como Fito Paez, no pertenecer a ningún “ismo” …o tal vez sí. Me declaro humanista, entendiendo que todos, hombres y mujeres, feministas o no, padecemos de las mismas miserias y pellejerías.  

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Por Matías Carrasco.

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DULOXETINA

Tomo duloxetina de 30 milígramos. Es tercera vez que lo hago. Siempre ha sido por situaciones puntuales y por un período acotado. La duloxetina es un antidepresivo. No soy especialista. No entiendo la diferencia entre ansiolíticos y antidepresivos y nadie anda por ahí diciendo que toma esto o aquello, pero sin embargo los toman, y harto. No tengo depresión pero sí una ansiedad disparada por un hecho específico. Soy ansioso por naturaleza, eso sí debo confesarlo. A la ansiedad la tengo controlada, casi siempre, pero esta vez me tenía, como se dice, a medio morir saltando. La duloxetina se siente como una cámara de aire entre la emoción y el cuerpo. Amortigua las emociones, les resta intensidad. Los primeros días produce un mareo, cierta rigidez en la mandíbula y un pequeño tiritón en las manos. Luego se va pasando y a medida que las semanas avanzan uno va ganando tranquilidad. El problema sigue ahí, pero se hace más llevadero, y me permite cierto aplomo, cierta calma, para asegurar un mejor desempeño en el combate.

El siquiatra, un hombre maduro y de voz gruesa, me dice que el medicamento aumenta la cantidad de serotonina en el cerebro y eso ayuda al equilibrio mental. Se siente bien. Los pensamientos invasivos decaen y la ansiedad premonitoria cesa su rumiar insoportable. La concentración mejora y el ánimo también. El siquiatra, me cuenta que ante un estrés prolongado vale la pena cuidarse. Es responsable, señala. A su edad, me explica, estas cosas pasan la cuenta y el cuerpo se resiente. Yo ya sentía una vibración en el brazo izquierdo y dormir se me hacía cada vez más difícil. A mi señora no le gusta tomar este tipo de remedios. Le asustan. Ella prefiere las flores de Bach.

No sé por qué escribo todo esto. Me gusta como suena la palabra duloxetina (tiene ritmo) y me parecía que se vería bien titulando una columna. Pero también supongo que es bueno compartir la vulnerabilidad en un mundo que se resiste a ello. Si bien nadie anda ventilando sus flaquezas, cada vez que pregunto me sorprendo por la cantidad de gente que toma estos medicamentos. Algunos con la venia de un especialista (que es, a todas luces, lo aconsejable) y otros que lo hacen indiscriminadamente solo porque de otra manera se les hace muy pesada la vida. Quizás si lo conversáramos, si lo pusiéramos en común, sentiríamos la compañía de otros hombres y mujeres que, al igual que uno, les visita de vez en cuando la angustia y la fragilidad. Y eso tiene que tener algún efecto terapéutico.   

Lo hablábamos con una pareja de amigos. Ella, la mujer, también toma ansiolíticos (o antidepresivos, no sé), y de vez en cuando se traga un Rize. Para las emergencias, me aclara. Convenimos en la importancia de estos medicamentos para, en ciertos casos, mejorar la calidad de vida. Gracias a ellos algunos logran sortear la depresión, un diagnóstico jodido, un momento apremiante y otros males que afligen el alma. ¡Benditos sean! Pero también estuvimos de acuerdo en que, en algunas situaciones, estas drogas solo adormecen los síntomas y no sustituyen un proceso más largo y trabajoso para superar problemas, asuntos pendientes o traumas que nos complican la existencia. Los remedios pueden tener el riesgo de convertirse en un atajo para una carretera extensa y empinada que, sabemos, es el camino para un mejor bienestar. No podemos rehuir el propio esfuerzo y responsabilidad.  El fallecido siquiatra, Ricardo Capponi, lo decía: la felicidad, la sólida, se pedalea. No hay más.

Una amiga, también asidua a estas cosas, proponía que la duloxetina debía estar en el agua potable. Me reí. Es una solución tentadora. Pero tal vez la mejor salida (y la más afanosa) es intentar construir un mundo más amable, más compasivo, menos violento y exitista, alejado de celulares y redes sociales, y más conectado con las personas y sus desdichas.  Quizás, eso nos dé el oxígeno que requerimos, esa cámara de aire, que hoy intentamos reemplazar con la afamada y extendida, duloxetina.

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Por Matías Carrasco.

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ELOGIO DE LA ESPERANZA

Carla Vidal tenía 45 años cuando le diagnosticaron cáncer al páncreas. No la conocí. Una buena amiga mía y sobrina de la Carli, como le decían sus más cercanos, me cuenta que era de tez blanca, pelo oscuro y estatura mediana. Le gustaba vestirse con ropa holgada y se caracterizaba por ser una mujer cariñosa, empática y de una fuerte carcajada. El pronóstico no era bueno: solo unos meses de vida. Según ella misma narra en un libro que recoge su testimonio, los primeros días decidió convertirse en una luchadora, pero muy pronto, tras visitar a un consejero psíquico formado en la India, abandonó el lenguaje bélico del cáncer y decidió enfrentar su enfermedad no como un paréntesis, no desde el control, sino desde la apertura y la gratitud. “Adquirí la sensación de que todo cabe, que la vida es un espacio abierto donde caben la enfermedad y sus dolores físicos y psíquicos, y también cabe la enfermedad como oportunidad de mirar y vivir aspectos nuevos e insospechados de uno mismo”. Con eso dando vueltas en su cabeza estudió budismo, practicó la meditación, se formó en el reiki, viajó a Italia a conocer las raíces de su familia, aprendió italiano y en el último tiempo se dedicó a la traducción de textos de sicología al español. Al cierre de uno de los capítulos del libro, cita al escritor y ex presidente de la República Checa, Václav Havel: la esperanza no es la convicción de que algo terminará bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, sin importar como termine.

Me sorprendí cuando leí la misma frase de Havel en el último ensayo del filósofo Byung Chul Han, El espíritu de la esperanza. Esta vez, el coreano ofrece una mirada más detallada del pensamiento del checo: la esperanza no tiene la medida de nuestra alegría por la buena marcha de las cosas ni de nuestras ganas de invertir en empresas prometedoras de éxito inmediato, sino más bien la medida de nuestra capacidad de esforzarnos por algo simplemente porque es bueno, y no porque su éxito esté garantizado.

Vale la pena leer a Chul Han. Dice que, en el mundo de hoy, impregnado por visiones catastróficas ancladas en la crisis climática, las guerras y la pandemia, la única salida es la esperanza. “En una situación así, solo la esperanza nos permitirá recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir. Ella despliega todo un horizonte de sentido, capaz de reanimar y alentar la vida. Ella nos regala el futuro” -comenta.

Si nos dejamos abatir por el miedo, previene, la democracia y el pensamiento se pondrán en peligro, porque el miedo nos cierra las puertas a lo distinto, a lo nuevo, a lo que está por nacer.  “El miedo puede transformar una sociedad entera en una cárcel, puede ponerla en cuarentena (en paréntesis, diría la Carli). El miedo solo instala señales de advertencia. La esperanza, en cambio, va dejando indicadores y señalizadores de caminos”.

El optimismo no es lo mismo que la esperanza. El primero se cierra a las negatividades de la vida, mientras la esperanza las tiene presentes y, aún así, porfía, reclama, anuncia un futuro que está por venir. “La esperanza se caracteriza, fundamentalmente, por su entusiasmo y su afán (…) Desarrolla una fuerza de salto para actuar” – señala el pensador.

La esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda. Cuanto más profunda sea la desesperación, más fuerte será la esperanza. Hay allí, en medio de la crisis, una oportunidad. Me acuerdo de Leonard Cohen y su canción Anthem: hay una grieta en todo, así es como entra la luz.

Pienso en Chile, hundido en el miedo y el pesimismo. Falta un horizonte de sentido, un sueño que regale esperanza. Antes lo tuvimos. En los ochenta pusimos en lo alto, allá lejos, donde vive la esperanza, siempre lejos, la recuperación de la democracia. En los noventa, la superación de la pobreza.  En el inicio del nuevo siglo, alcanzar el desarrollo. Y ahora, ¿qué? Urge que las autoridades, la política, las iglesias, y la sociedad civil, dibujemos, junto a nuestros problemas y miserias, una línea de sentido. 

El 13 de noviembre de 2012, a cinco años de su diagnóstico, la Carli murió. Lo hizo rodeada de sus tres hijos, su marido, su familia y amigos. En la agonía, cantaban y recitaban mantras que a ella le gustaban (que el eterno sol te ilumine, y el amor te rodee, y la luz pura e interior guie tu camino). La Carli dio instrucciones para su funeral. Pidió un ataúd colorido. Así fue. Sus cenizas, me cuentan, fueron lanzadas al mar en una playa de Algarrobo, donde ella solía caminar. En una preciosa ceremonia, unas sesenta personas esperaban sobre la arena, animando la despedida, mientras otras se adentraban en un bote en el océano para dejar sus restos en el agua. Y de fondo, con el sol poniéndose, el horizonte, inmenso y generoso, anunciando la certeza de un nuevo día.

Por Matías Carrasco

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Libro citado: Sin paréntesis, Carla Vidal. Editorial Catalonia.

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QUE NO TE AMARGUEN EL ALMA

Un buen amigo, un tipo robusto, de barba prominente, nariz gruesa y un cierto aire a los hombres sabios, me dijo hace unas semanas: no permitas que te amarguen el alma. Me lo comentó a propósito de una situación ingrata, jodida y larga. Pero no lo expresó como un consejo, como algo que yo podría tomar o desestimar, sino como una orden, como un asunto perentorio. No vayas a sucumbir, no cejes, por ningún motivo, y en esto debes ser irreductible, no dejes que otros te amarguen el alma.

Fue una buena lección. No me dijo que esto va a pasar, ni que tranquilo, que todo estará bien, que cada día su afán, que ánimo, que no estás solo, ni nada de esas cosas que se repiten y que, desde luego, también sirven. Lo suyo fue más bien un misil dirigido a un punto que puede marcar, para bien o para mal, los caminos del infortunio. La tristeza, el dolor, el miedo, la angustia pueden tener cabida (y es bueno que la tengan) cuando se vive la desgracia o se está a la intemperie, pero otra cosa distinta es dejar que el alma, esa cosa central y genuina que nos constituye llegue a mancharse o a envenenarse de manera irremediable (aunque no creo en lo definitivo).

A veces tocan, a todos, tiempos difíciles. A veces, incluso, podemos sentir el odio, el ensañamiento, la vileza o la hipocresía. Es fácil contaminarse de eso y asumir el rol de víctima, y ponerse el disfraz de los corderos, para sentir lástima de uno mismo, y pensar que ya está, que nos cagaron la vida y que solo nos queda la penuria y la tragedia. Pero en vez de todo eso hay una pendiente más pedregosa y pronunciada: la de aceptar que la vida es así, dulce y espinuda, que, frente a lo consumado, pecho a las balas, y lo más importante, que uno es agente de su propia historia y en uno está el relato que queramos contarnos y poner atajo a los alcances de un error o de una situación aciaga.

En otra oportunidad, antes de una reunión de trabajo, una clienta, sabiendo de lo mío, me hizo un gesto con su mano. La puso sobre su cabeza y en movimientos repetidos la apuntó a lo alto.  Tienes que estar por sobre todo esto, si no, te vuelves loco. Otro buen consejo. Y cuando caminaba, casi como si fuese un instinto, elevaba mi vista al cielo, y miraba sobre las copas de los árboles y la punta de los edificios. Cuando los ojos están arriba, en dirección a las nubes, entra el oxígeno, se asoman las perspectivas y uno entiende, como si de un hallazgo se tratara, que hay mucho más que aquello que nos aflige, que el horizonte es infinito, y que a pesar del cansancio de tanto remar, siempre habrá una nueva orilla esperando por nosotros.

Cuando pensaba en todo esto llegué a mi casa, y sobre la mesa del comedor un libro de una amiga que me lo había prometido. Los amigos han estado ahí, como guardianes, impidiendo que el alma se corrompa de tanto malestar. Se trata de “El espíritu de la esperanza”, del filósofo coreano alemán, Byung Chul Han. Y en la primera página una dedicatoria: que la esperanza sea nuestro mantra, no se puede perder. Voy a la contratapa y leo la reseña del ensayo: de la desesperación más profunda nace también la esperanza más íntima. La esperanza nos abre tiempos futuros y espacios inéditos, en los que entramos sonando. De eso se trata. De resistirse, con inteligencia y porfía, para que no nos amarguen el alma.

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Por Matías Carrasco.

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EL ALMA ROTA

Me encontraba en Osorno, en una reunión de trabajo, hablando de cultura corporativa y otros asuntos, cuando me advierten de una buena imagen allá afuera. Miro por la ventana, y en lo alto de un edificio viejo, se ve la bandera nacional flameando, rasgada y sucia, y a su lado, un jote de cabeza negra, el buitre chileno, como esperando que algo pase. De fondo, un cielo gris. ¿Una premonición?, pensé. Saqué una foto.

Me quedé con ese cuadro. Algo tenía que significar. Un ave carroñera acechando un emblema roto, simbolizaba… ¿qué? Quizás no simboliza nada y yo me estoy dando más vueltas que un rondín para buscar un tema sobre el cual escribir esta columna. O tal vez es la escena de un país maltrecho, agonizante, y de un pájaro sombrío a la espera de su muerte para caerle encima y hurguetear en sus vísceras. ¿Será tan así?

Es cierto que estamos viviendo tiempos complejos. No vale la pena recurrir a un optimismo ciego cuando el camino se ha hecho más angosto y el paisaje más feo. Está la crisis de seguridad, la corrupción, una clase política mediocre, el espacio público desmejorado, las instituciones a la baja y la economía estancada. Pero al lado de todo eso, también estamos nosotros, una sociedad que se ha vuelto cada vez más quejumbrosa, frívola y violenta. Si hasta por un tulipán dejamos la zafacoca.

Hay un pesimismo instalado, a ratos conveniente. Aparece la pregunta de que cuándo se jodió Chile, porque parece ser que Chile ya está jodido, que no hay vuelta, que nunca seremos lo que alguna vez fuimos, que el país se echó a perder, que no hay por dónde, que el gobierno, que la incompetencia, que la derecha, que la izquierda, que los empresarios, que hasta cuándo, que esto no da para más. Nos estamos convirtiendo en buitres a la espera de que Chile tropiece, para decir que teníamos razón, que viste, que te lo había advertido, que no llegaremos a ninguna parte, que espérate no más, que esto puede ser peor. Nos estamos acostumbrando a la lógica de las redes sociales: a los gritos, a la beligerancia, la irreflexión, y sobre todo, a la hipocresía.

En épocas duras, principalmente cuando las cosas se ponen más amargas, hay que luchar contra el pesimismo e intentar una mirada justa de la realidad. Cuando estamos volando a ras de suelo, bajito, bajito, es cuando necesitamos gestos y acciones excepcionales. El pesimismo es fácil, es un arranque, una pulsión, un rabioso vaticinio, que siempre culpa a otros, pero nunca a uno mismo. Lo excepcional es dar la pelea, resistirse a lo obvio y apuntar hacia arriba. El humor ayuda (y mucho) y las preguntas también: ¿por qué estamos en esto? ¿qué significa? ¿se trata solo de Chile? ¿son fenómenos globales? ¿y cómo diablos se soluciona? Y yo, ¿tengo algo que ver en todo este asunto?  Tal vez no encontremos respuestas, pero sí una conversación interesante y franca.

No podemos quitar la vista de una bandera ajada y descosida, pero en vez de esperar o contribuir a que se siga rompiendo, como jotes al aguaite del desenlace, podemos decidirnos a tomar hilo y aguja y comenzar a coser, puntada a puntada, con la esperanza de Penélope, el alma que se nos ha roto.

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Por Matías Carrasco.

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PRIMAVERA

Me levanté temprano. Le estoy haciendo guardia a la primavera. Dicen que no llega hoy. Me cuentan que viene con el equinoccio, este domingo. Yo no sé nada de equinoccios ni de planetas, pero sí de primaveras. La espero porque sé que vendrá. Hace tiempo que estoy anunciando, entre amigos, su llegada. No nos abandonará, no nos abandonará la primavera. Lo digo como si fuese un pregón o un rezo. Y cuando supe que ya venía, que quedaban solo horas, me desperté con el alba, hice un café, abrí las cortinas de la ventana, y me senté a escribir para darle la bienvenida.

La primavera es la hora de las esperanzas. Por eso hay que tomársela bien en serio. En un mundo sombrío, confuso, algo jodido, a veces cruel e injusto, saber que de pronto, de un minuto a otro, hace su estreno, como una niña porfiada y risueña, la primavera, es una verdad que no podemos dejar pasar. Ya no se trata de una cuestión de fe o de una promesa vacía, es un hecho incontrarrestable, que está ahí, al alcance de cualquiera que quiera asomarse a mirar.

Algunos pasan por un invierno duro y frío. Algunos sufren los embates de la lluvia y de noches largas y oscuras. A veces toca un trago amargo. A veces toca una botella entera de amargura. A Jesús le dieron de beber vinagre cuando estaba clavado en la cruz, justo antes de inclinar la cabeza y entregar su espíritu. Nadie nos libra de las tinieblas. Vendrán también como la primavera. Y ahí estarán los afligidos, dispuestos todos en una enorme balsa, hundiendo sus remos en el mar de los pesares, a veces abatidos, a veces borrachos, entre cánticos alegres para darse ánimo, con la esperanza de llegar a una nueva orilla.

Pero ahí está la primavera, anunciando nuevamente su llegada. Está el manto solitario sobre la tumba como señal de resurrección. Está el cactus de Neruda, el negro y erizado, azotado por las olas, estrenando la primera flor de septiembre. Está la gaviota dando círculos sobre la balsa como signo de tierra firme. Y están los hombres y mujeres, en el coro de los marineros desventurados, levantando sus brazos, eufóricos, victoriosos, porque al fin, después de tanto, llegó el consuelo.

La primavera nos recuerda, como en la Zona de Promesas de Gustavo Cerati y Mercedes Sosa, que al final, al final, hay recompensa. Cuando arrecian tiempos difíciles, cuando el desierto se instala en la cabeza, cuando hay que atravesar por pasadizos altos y angostos, cuando los tigres aparecen en la noche, cuando incluso la muerte golpea nuestra puerta, debajo de nuestros pies, en lo profundo de la tierra, silenciosamente, sabia y testaruda, se está gestando la primavera. Hay que hacerle guardia con la confianza del centinela.

Abro la ventana y salgo al balcón. Es una mañana soleada y fría. Busco señales. Hay flores blancas y otras rosadas colgando de una enredadera. Los pájaros cantan. No hay nada mágico en el aire. Es un día normal. Qué decepción. Y de pronto veo al perro del vecino, un animal viejo y gordo, olfateando el suelo. Tal vez él sepa, con esa soltura y esas orejas caídas, que ahí viene, que está llegando, trepando desde abajo, la primavera.

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Por Matías Carrasco

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EL SALVAVIDAS

De pronto uno se topa con cuestiones asombrosas.  Me sucedió esta mañana. Compartieron conmigo el video del salvavidas. Imagino que ya es viral. Se trata de un tipo, de un salvavidas en la playa de Los Molles que tras un quitasol y megáfono en mano les recuerda a los veraneantes reglas básicas de comportamiento. Lo hace en un tono cercano, medio paternalista. Tiene un buen ritmo y un estilo casi literario. Podría ser un buen personaje.

Parte por recordar que estamos en una playa familiar. Que aquí se viene a pasarlo bien, a estar en paz, a divertirse y a echar la talla (así lo dijo).  Menciona al Estado, a la autoridad. No como una amenaza, sino simplemente como una constatación. Hay un Estado y hay reglas que cumplir. Las enumera. Que no se fuma, que no se botan las colillas en la arena, que el humo molesta al vecino y daña al medio ambiente. Y si no se fuma, menos se pueda fumar marihuana (hongo, lo llama él) porque les hace mal a las neuronas, y les hace mal a los niños, porque los niños “no tienen nada que ver”. Que no se toma alcohol en la playa, que está prohibido, y si llega a estar medio carreteado o en estado etílico, que no se meta a la mar (los cuida, además los cuida). Continúa. Que si trae perro, tiene que ser amarrado. Y a los más bravos con bozal. La “caquita” la recoge y se la lleva para la casa. Que no se puede escuchar música en parlantes. Que no los traigan. Ni los grandes, ni los chicos, ni parlante medio, ni micro parlante, ni parlante de celular. No escuche música. Mo – les – ta. Lo pronunció de esa manera, marcando cada sílaba, como cuando uno quiere hacer el énfasis porque está, francamente, enchuchado. Que la Armada de Chile (otra vez la autoridad) decretó marejada. Que es peligroso. Que respeten la limitación de nado. Que los padres con el agua a la cintura haciendo olitas y los niños construyendo castillos de arena. Que la basura se deja en los contenedores, porque en la noche nosotros la sacamos para que al otro día vuelva a una playa bonita, hermosa y limpia. Gracias, concluyó.

Así de simple. Un día cualquiera, en una playa cualquiera, con los lobos y chungungos de testigo, un tipo cualquiera, no cualquiera en realidad, un tipo sencillo, valiente, lúcido, nos recuerda lo que extrañamente hemos olvidado. Que vivimos en sociedad, que nos debemos respeto y que cada cual no puede andar haciendo lo que se le venga en gana. Si el video es viral es porque sorprende, no solo a mí. Y si sorprende es porque pone el punto en algo básico para eso que se repite y se repite, lo de construir juntos (bueno, juntos y juntas) un país mejor. No es la oratoria, esa grandiosa que escuchamos todos los días por televisión. No son las grandes causas que se gritan a voz en cuello y con las banderas arriba. Tampoco es el sistema y todo eso que se dice en un lenguaje alambicado y vanidoso. Es mucho más simple. Se trata de cumplir y hacer valer las normas, las más higiénicas, las que están a la base de toda pirámide. Si nada de eso existe, ni siquiera un triángulo podremos poner en pie.

Es la cueca en pelotas, y uno lo percibe en todos lados, no solo en la playa. El espacio público en peligro. Cada uno hace lo que quiere.  Hasta los ciclistas (algunos, claro, no todos) los furiosos, lo de moral alta, se pasean con vistosos parlantes con la música a todo cuete. ¿No conocen los audífonos? El olor a marihuana en la calle, a cualquier hora, ya es parte del cuadro. Ni un esfuerzo por hacerlo con disimulo. Se hace muy difícil leer (qué digo leer, disfrutar del silencio) en el metro, en la micro o en una sala de espera. Los celulares, videos, música y whatsapp, suenan aquí y allá. Ni que hablar de la ilegalidad, del desorden, del desvarío que transmiten, con enjundia, noticieros y matinales.

Es curioso, pero en el video del salvavidas, al menos el que tengo, no se le ve nunca la cara. Se alcanzan a ver las canillas descubiertas, el pantalón de color rojo y apenas la punta del megáfono. Un quitasol tapa su rostro.  Podría se cualquiera el que lo esté diciendo. Podríamos ser muchos reclamando el derecho a recuperar el espacio que está ahí, al medio de nosotros, que nos pertenece a todos, y que, por lo mismo, debemos cuidar y proteger. Pero seamos justos, no fueron muchos, fue uno solo, un salvavidas (vaya señal) que nos advierte y nos recuerda, con una claridad que habíamos extraviado, de que se trata esto de vivir en comunidad.

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Por Matías Carrasco.

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NAVIDAD ESPECIAL

Hace muchos años que murió mi padre. Fue de un infarto. Le avisaron a mi mamá por teléfono. Su papá se murió, nos dijo. Y lo dijo así, rápido, nerviosa, sin titubeos ni algodones. Lo fuimos a ver a su departamento. Había gente, rostros familiares. Entramos a su pieza y estaba allí, recostado sobre su cama, con un pañuelo amarrado a la cabeza, sosteniendo su mandíbula. Era una imagen graciosa, como fuera de cuadro. Fue la primera vez que vi a un muerto. Todo eso sucedió el 15 de agosto de 1999.

En esa primera Navidad recuerdo la tristeza. No era algo punzante ni incómodo, sino más bien algo helado, quieto y profundo. Una mezcla entre calma y dolor. Al caer la tarde del día 24, deambulaba por la casa como disimulando, esquivando villancicos y los preparativos de una fiesta navideña. Mi madre cocinaba en el primer piso, y yo arriba, acusando las réplicas de la muerte que lo deja a uno como abatido. Imagino que mis hermanos andaban igual. Pero no me acuerdo de que lo habláramos, no al menos ese mismo día. La tragedia tiene eso, como de tapar la boca, de dejar las cosas en silencio.  Mis amigos, que estuvieron conmigo en el funeral y los días siguientes, ya estaban en lo suyo. Me sentía como a destiempo. Pero de pronto sonó el teléfono. Era de esos aparatos antiguos, que giraban al marcar. Contesté, y se trataba de una compañera de universidad. Teníamos muy buena onda, pero no éramos necesariamente amigos. Te mando un abrazo en esta fecha especial, me dijo. Quizás fueron otras sus palabras (ha pasado el tiempo), pero ella sabía, no sé como diablos, pero ella sabía de mi tristeza navideña. Me sorprendió. ¿Por qué me llamaste?, pregunté. Porque también murió mi papá.    

Desde ese día, hace 24 años, que la Navidad la celebró con cierta nostalgia, pero también con la idea de intentar, al menos, regalar consuelo. A mi excompañera (a la que nunca más vi) le escribo, cada tanto, para agradecerle su gesto. Y trato de recordar, cada año, a amigos que estén celebrando su “Navidad especial”. Me mueve el contraste entre el festejo, la alegría, el ajetreo, y vidas estacionadas en la berma.

No soy bueno para los regalos, las compras y todo ese asunto. Nada personal. Simplemente no lo tengo en mi cabeza. Podría estar con el Grinch tomándome una cerveza en el bar de la esquina. Pero sí me gusta eso de andar olfateando “navidades especiales”, enviarles algún whatsapp, y pasar así mi noche buena. Mal que mal lo que se celebra hoy es el nacimiento de un hombre que andaba recogiendo gente herida al borde del camino.

Está bien la magia, la fiesta y la alegría. Pero quizás se trate de algo más sencillo o más complejo: de mirar y acompañar, con pequeños gestos, a quienes no están teniendo una feliz Navidad.

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Por Matias Carrasco.

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¿La casa de todos?

La ex presidenta, Michelle Bachelet, a quien aprecio, ha salido a escena para apoyar la campaña en contra del plebiscito constitucional. Lo ha hecho en un video que está generando debate por decir cosas que no son necesariamente verdaderas (porque no han ocurrido), pero que podrían ser plausibles si se dan ciertos acontecimientos, si se cumplen ciertas teorías, si se dan ciertas interpretaciones. Todo envuelto en la bruma de estos tiempos en donde la verdad se confunde con la mentira, el engaño, la finta, las advertencias y augurios. Es difícil (casi imposible) separar la paja del trigo y saber cuánto de lo que se dice es real, es medio real, es parcialmente real o es, definitivamente, un embuste. Pero no es a esto a lo que me quiero referir. Tal vez debiera decir solo una cosa: el feminismo y los derechos de las mujeres están tan presentes en la cultura, en el momento y en la sociedad actual, en la política, en la empresa y en los medios, que veo muy difícil que una supuesta (porque es eso, un supuesto) interpretación de la constitución derive en un perjuicio para las mujeres y las garantías que han ganado.


Lo mío tiene que ver con otro asunto. Como parte de su arremetida, Bachelet publicó una columna en el diario El País, titulada “que no se joda nadie”, en donde además de mencionar los mismos mensajes del video, recurre a la unidad como eje central para rechazar el texto que se le ofrece a los chilenos. “La Constitución debe ser un piso común para lo que somos y lo que queremos ser. Debe ser el marco en el que quepamos todos y todas, y que sea capaz de representarnos a todos y todas. Y eso no sucede con la propuesta constitucional”– dijo. Comparto sus palabras. Es lo que debiera ser, o más bien, lo que debió ser siempre. Es uno de los motivos por el que cerca de un 80% de la ciudadanía aprobó el inicio hacia una nueva Constitución. Era, para muchos, la salida democrática a la violencia del estallido social y una oportunidad terapéutica para construir, juntos, la casa de todos. Pero no fue así.


El texto que votaremos el próximo 17 de diciembre no es, precisamente, una Constitución que nos una. Pero la propuesta de la Convención exhibía el mismo vicio partisano, incluso con ostentación y espectáculo. Aun así, la ex Mandataria y la izquierda que hoy reclama unidad, la aprobó con entusiasmo y la esperanza de un Chile mejor. “No es perfecta, más se acerca a lo que yo siempre soñé” – citaba, Bachelet, en esa oportunidad, con la melodía de Pablo Milanés en los oídos. Respecto al deseo de un texto amplio y convocante, poco o nada se escuchó.


Y la derecha muestra también, por otros motivos, el mismo doblez. Los que se indignaron por la marginación de un sector político, hoy están dispuestos a votar a favor, por la estabilidad, por la economía, para que se termine esta pelotera. Ya no importa si está hecha o no con amor.


En otras palabras: si los intereses de mi bando están representados, apruebo sin más. Y si no, rechazo, apelando a la unidad del país. Esto permite constatar, si somos honestos, que el deseo de unidad de nuestros dirigentes no es ni tan cierto ni tan arraigado. Es más bien requerido, por derechas e izquierdas, solo cuando conviene.

Yo ya me convencí: esta clase política no logrará llegar a una propuesta conciliadora, ya sea en un tercer, cuarto o quinto intento. Me declaro uno más en la fila de los decepcionados. Entiendo que en el juego de la política uno pueda ir y venir, decir y desdecirse. El problema es que cuando eso ocurre, y ocurre repetidamente, con descaro, con liviandad, sin explicaciones ni autocrítica, los conceptos se van desdibujando, la unidad se va desdibujando, y pierde sus formas y su nitidez, hasta parecer casi un fantasma. Y la confianza en la política comienza, otra vez, a crujir como una tabla vieja.

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Por Matías Carrasco.

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