BUENAS PERSONAS

Por estos días me he acordado del bautizo de mi primer hijo. No sé por qué, pero le he dado vueltas al asunto. Fue hace unos quince años, en la iglesia del colegio en donde estudié. Era un grupo pequeño, el padrino, la madrina, familiares, un cura amigo y el abuelo de mi mujer. De él me acuerdo bien, porque era un tipo excepcional. Al momento de la bendición, cuando al cabro se le moja la cabeza, el sacerdote nos preguntó qué esperábamos de nuestro hijo. Que sea un ingeniero civil de la Católica, bromeé. Hubo risas. Luego, en un tono más serio, dije que quería que fuese una buena persona. Sonó bien. Me sentí bien. Más de alguien habrá suspirado. Al enano le humedecieron el mate, le hicieron la señal de la cruz en la frente, y el hombre de la sotana lo levantó hacia los cielos, como en la escena del Rey León.

Con el paso del tiempo y de la experiencia, hoy hubiera dicho otra cosa. Ya no quiero que sea una buena persona. Ni él ni ninguno de mis hijos. Parecer una buena persona no es algo muy complicado. Está al alcance de la mano el decálogo para lograrlo. En una sociedad altamente declarativa como la nuestra, sabemos lo que hay que decir, las causas que hay que defender, lo que hay que postear, las palabras que hay que omitir, y maneras de comportarse para ser percibido como un buen ciudadano.  Pero serlo ya es otra cosa. Y yo no creo en las buenas personas. Sí creo en que existen mejores hombres y mujeres que otros, pero no en las personas buenas, así sin más. Esta debe ser la época en donde más hemos escuchado la palabra empatía, y cuando, coincidentemente, más funas, enjuiciamientos y una despiadada carnicería vemos a diario en grupos de whatsapp y redes sociales. Pura hipocresía.  

Aunque lo queramos, por más que lo intentemos, una y otra vez, cada uno arrastra su propia sombra. Somos todos, sin excepción, un embutido de ángel y demonio, como dijo Nicanor. Y cuando ponemos en el horizonte la meta de ser buenas personas corremos el riesgo de negar la propia oscuridad que, tarde o temprano, saldrá por cualquier parte, dejándonos al descubierto. Además, la bondad tiene esa cosa como inofensiva (¿existe alguien que no haga daño?), oprimiendo la propia agresividad que es fundamental para moverse, para empujar, para enfrentar, para crecer. Si anteponemos lo bueno como un deseo primario, podremos llevar una vida correcta (o simularla, al menos) pero no necesariamente la vida que, realmente, quisiéramos vivir.

Quiero que sea un hombre libre. Eso diría. Quiero que mis hijos sean hombres y mujeres libres. La libertad es una cuestión más enredada. Puede tomar toda una vida conseguirla, si es que se logra. La mayoría de las veces ni la rozamos siquiera. La libertad es trabajosa, requiere franqueza, conocimiento de uno mismo, y, sobre todo, mucho coraje.  La única manera de evitar ser un carajo es asumiendo que lo somos o podemos serlo. Dicho de otra forma, se trata de aceptar (e integrar) nuestra parte de noche. Ese es el primer paso hacia la libertad. Es tomar conciencia de nuestras luces, pero también de que somos imperfectos, de que hacemos daño (aun sin quererlo), de que hablamos a las espaldas, de que sentimos envidia, rabia, y a veces odio, porque somos sencillamente humanos. Y, desde ahí, desde esa incómoda verdad, recorrer con responsabilidad y adultez los caminos que decidamos.

El ejercicio de la libertad puede hacernos abandonar el sitial de las buenas personas, tal como Adán y Eva cuando fueron expulsados del paraíso, pero nos puede acercar, no sin costos ni dificultades, a una versión más honesta y plena de lo que queremos ser.

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Por Matías Carrasco.

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EL MIEDO

Tengo un tema con el miedo. Durante mi vida he sentido mucho miedo. A veces angustia, que es la versión más cruda de este asunto.  No se trata de situaciones puntuales, extremas, como cuando uno roza la muerte, o algo así, sino más bien un miedo basal, como a los pies de todo, como si se tratara de un pecado original, de esas cosas que le vienen a uno incrustadas en la piel o en los huesos.

Pienso que el miedo nos asiste a todos, de vez en cuando. Nadie se libra. Por mi experiencia sé que el miedo toma, astuta y ocasionalmente, otras formas. A veces se disfraza de desinterés, otras de intolerancia y dureza, como cuando nos ponemos rígidos, porfiados, cerrados en nosotros mismos o en nuestras ideas, como un chancho de tierra, sin dejar que nada entre, que nadie entre, impenetrables. En esos casos no se siente el miedo, sino otra cosa distinta. Pero en el fondo, si somos honestos, suele tratarse de temor o incluso pánico. Pero raramente somos honestos.

En una ocasión, al inicio de una larga terapia sicológica, le contaba a mi terapeuta (un tipo silencioso y lúcido) que cada vez que una mujer que me gustaba se fijaba en mí, el interés en ella se esfumaba de inmediato. Ya no me importaba. Ya no sentía (y de verdad no lo sentía) nada por ella. ¿No será miedo?, preguntó mi sicólogo. Yo no sabía de qué diablos me estaba hablando. Seguramente, en ese momento y con la soberbia de los cobardes, lo habré encontrado un imbécil. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que no era miedo…era terror.

Hacerme consciente del miedo me ayudó a no caer en su trampa. Es un truco jodido, bien pensado, como una telaraña invisible. Te atrapa sin que te des cuenta, instala relatos en tu cabeza tan racionales, tan inteligentes, tan blindados, que se hace muy difícil huir de ahí. Y en función de eso, de un miedo oculto y tramposo, vas tomando decisiones y armando tu vida.  Pero cuando lo pillas, cuando descubres el fraude, cuando hallas al miedo entrando en la noche por tu ventana, y le gritas, y lo alumbras con la linterna, lo sientes, finalmente lo percibes, y puedes tener la oportunidad de convertirte en un hombre libre.

En mi caso el miedo habita en mi pecho. A veces se desliza hacia la espalda, pero siempre a la misma altura. Cuando la cosa se pone más fea, sube hasta la garganta y aprieta. Pero no se mueve mucho de ese sector. Y yo sé que está ahí. Convivimos como dos viejos amigos que aprendieron a tolerarse, incluso a quererse. Cada vez que me visita, notifico su llegada. Sé dónde está. Lo tengo a la vista. Y así, imposible que haga trampa. Con el miedo fuera del clóset, se acabaron las excusas y coartadas.

Hace poco un hombre que tomó una decisión difícil sabiendo que le traería riesgos y costos altos, me contaba que eligió la ruta más complicada cuando descubrió que lo que lo tenía sin dormir, atribulado, era el miedo. Cuando lo noté, me dijo, supe que debía hacerlo, porque no podía tomar mi decisión capturado por el miedo. Cuando hizo el hallazgo decidió avanzar, aun sintiendo temblar sus cañuelas. De eso se trata la verdadera valentía.

Cuando corremos el velo y somos capaces de mirar el miedo de frente, tenemos la tremenda oportunidad de hacernos cargo de nuestra propia vida, como agentes de nuestra existencia, para elegir bien o mal, pero hacernos cargos al fin, y recorrer nuestros días y nuestros años acertando y dejando embarradas, y entonces, pecho a las balas, porque fue nuestra decisión, libre y soberana, sin excusas y sin nadie a quien culpar. Y cuando te haces dueño de tu vida, con arrojo y responsabilidad, puedes intentar, con mejor pronóstico, ser feliz.  

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Por Matías Carrasco.

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EL AÑO QUE SE VA

Yo no quiero escribir en un papel las cosas malas de este año y echarlas al fuego para que se quemen y se conviertan en cenizas, porque lo malo tiene que quedar atrás, así nos han dicho, así se cuenta la historia, que lo que no nos gusta se apunta primero y luego se incinera, para que se convierta en humo y desaparezca como en un acto de magia. Es un rito viejo esto de andar prendiendo papeles, pero no es verdad que lo malo se desvanece.

Tampoco conviene que lo malo se largue a otro lugar. Si nos tocó pasar días oscuros, ya está, sucedieron. Y si sucedieron es porque ya lo vivimos, o los estamos viviendo, pero la cosa es que estamos enredados en algún lío que no quisimos, pero que sin embargo está ahí, llegó a nuestros pies y luego nos arrastra como la resaca, y viene una ola, y otra, y otra más, y nos tiene confundidos, ahogados, con la sal pegada a la piel y un olor insoportable a pulgas de mar, respirando solo de vez en cuando. A veces toca bailar con la fea (o con el feo, no se vaya a pensar que es un asunto de género). Es la vida. A todos les pasa.

Pero cuando nos visita el infortunio, aun cuando nos duela, no conviene olvidarse, dándole la espalda. La desdicha trae licores amargos, pero también aprendizaje, sorpresas, orillas y personas nuevas. Esta mañana, conversando con mi mujer, entre cucharadas de huevo revuelto, tostadas y café, intentamos evaluar el año que se va. Fue un buen año, dije yo. Cómo un buen año, replicó ella. Fue difícil, corrigió. Sí, entiendo. Estuvo jodido, pero también hice radio, viajamos en familia, escribí, y recibimos el cariño de tantos. Fue bueno, insistí. Yo no lo pondría en esos términos, continuó mi esposa. Yo diría que, a pesar de la dificultad, terminamos siendo más grandes, más fuertes y mejores. Y eso depende de nosotros y no del año que se va a acabar. Tienes razón, asentí, mientras me echaba el último pedazo de pan con huevo a la boca.

Las cosas malas no hay que tirarlas al fuego ni a ninguna parte. Conviene sacarle provecho al camino recorrido. Que haya sido empinado, resbaladizo, irregular, no quiere decir que debamos expulsar de nuestras cabezas todo lo que allí vivimos. Sería más interesante apuntar en un papel lo bueno de lo malo, doblarlo en cuatro, y guardarlo en nuestra billetera y echarle un vistazo cada tanto para acordarnos, cuando estemos en medio de la refriega, que ya vendrán los brotes, que ya será tiempo de la cosecha. Yo me tatué en mi brazo la palabra primavera, porque no nos olvidará la primavera.  Parece un sinsentido. Tatuarse es como un acto de rudeza, pero tatuarse primavera, es como un acto de una rudeza delicada. Lo cierto es que la tengo en el brazo. Es una herida que cicatrizó y estará ahí, siempre. Lo malo no se va. Lo malo queda, como las heridas. Y hay pocas cosas más satisfactorias que haber atravesado el desierto, o algo así como el desierto, pequeño o grande, da igual, y verse allí, al final del camino, de pie y con la cabeza erguida, algo más gordo por la ansiedad, algo tiritón por la duloxetina, qué importa, pero estar allí, animado por la familia, los amigos y la gente que a uno lo quiere, bien parado, abrazado a los suyos, algo cansado, algo maltrecho, bueno ya, pero aun firme, con la cara sonriente y agradecida y listo para enfrentar los desafíos de un nuevo año…eso, esa sensación lo dota a uno de un orgullo y de un aplomo que solo da el tránsito por las “cosas malas” de la vida.

No se trata de pedir un 2025 lleno de cosas malas. No hay que ser masoquista. Pero sí de desearles a todos la entereza, la compañía, el humor y la lucidez de enfrentar sus propias desgracias sabiendo que pasarán, que al final, habrá vientos buenos y nuevos y que, termine como termine la historia, tendrá sentido.

Que tengan un feliz año nuevo.

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Por Matías Carrasco.

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FELIZ NAVIDAD

Hoy a la medianoche se celebra el nacimiento de un hombre justo, tal vez el más justo de todos los hombres. Crea o no crea (yo tengo un montón de dudas) la historia que se cuenta es maravillosa. Se trata de un hombre hombre, y cuando digo eso no me refiero a un tipo de costumbres recias, sino a uno que supo ser humano y que desvistió a todos los seres de este mundo, dejando a la vista sus miserias y pellejerías. Pienso que lo mataron por eso, por andar por ahí despojándonos de nuestros ropajes, recordándonos que venimos de un polvo sucio y que moriremos cubiertos del mismo polvo o envueltos en cenizas negras. Por eso lo clavaron en la cruz, con saña, con despiadada crueldad, y no por creerse Dios. Nadie soporta que nos refrieguen en la cara que somos pencas, que vamos al baño una o dos veces al día, que de tanto en tanto habitan piojos en nuestras cabezas, que nos salen hongos en los pies, que huimos de vez en cuando, que tenemos miedo, que arrastramos una sombra larga, que despertamos con un caracho de mil demonios, con el pelo revuelto y un aliento como de carnes dejadas por días al sol. El que nace hoy es el que develó la hipocresía de los hombres y mujeres de la ley, de quienes apuntaban con el dedo con la rapidez de las liebres y el cinismo de las hienas. Es el que invitó con firmeza y elegancia a tirar la primera piedra a los que estuvieran libre de toda culpa, de todo pecado, y los dejó ahí, con su cara marchita, pegada en el piso, avergonzados, turulecos, luego de hacer mierda a una mujer por ser puta, por entregar su piel cuando las suyas olían a muerte, a una muerte fétida de tanto decir, de tanto ladrar, como perros bravos ocultos en la noche.  El que nació en un pesebre, entre burros y vacas gordas, recogió al que agonizaba al borde del camino, lo arrastró, lo llevó en andas, curando sus heridas hediondas y profundas, salvándolo del silencio y de la miseria. Hizo ver al que no veía, caminar al paralítico, resucitar al que yacía sepultado en la tumba. Como un pastor fiel dejó a sus ovejas por ir en búsqueda de la que se había extraviado, atravesó ríos y alambrados de púas filudas, se adentró en bosques tupidos, escaló montañas, y todo por traer de vuelta a la que se había perdido, vaya a saber uno por qué razón, o quizás arrancó porque se sentía presa, rechazada, en un rebaño que nunca la quiso entre los suyos. Al que celebramos esta noche es el que convirtió el agua en vino cuando el tinto se había acabado, cuando se amontonaban las jarras vacías a un costado de la cocina, junto a los desperdicios de una noche regada. Y lo hizo porque aún quería fiesta, porque la celebración no podía terminar, no tan temprano, porque la vida se baila, porque todavía quedaba cuerda, porque los músicos tenían voz para cantar, porque los novios querían brindar por última vez antes de irse a la habitación a darse embestidas y dejarse vencer como bueyes ante el destino y el yugo. El que recordamos a las doce es el que lavó los pies, el que se dejó besar para ser entregado, el que partió el pan y lo compartió con el traidor.  Y cuando la muerte clamaba su nombre, y cuando la sangre le chorreaba por un costado, y cuando las espinas se hundían en su frente y la carne se desgarraba entre insultos, lanzas y desprecio, perdonó a los que lo sentenciaron, le pidió al padre clemencia, porque no saben lo que hacen. A ese recordamos hoy. Al que arriesgó, al que pasó cuarenta días en el desierto, al que calmó las aguas, al que eligió a hombres sencillos, imperfectos, con la promesa de un mundo mejor. Y cuando volvió a la vida, como el Melquiades de García Márquez (que huyó de la muerte porque sintió la soledad) no fue reconocido por sus manos agujereadas, sino por el gesto de compartir, otra vez, el pan.

A Jesús volvemos la vista esta noche. Y creamos o no es bueno detenerse un rato a los pies de la cruz para mirar y mirarnos y descubrir en ese cuerpo maltrecho, el del ser humano, lo que en este mundo loco hemos olvidado: el perdón, la compasión, la delicadeza, el arrojo y la entrega. Feliz Navidad. 

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Por Matías Carrasco.

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A LOS AMIGOS

Una vez escuché el concepto “derecho a manilla”. Qué es eso, pregunté. Es el derecho que se han ganado algunas personas, tan solo unas pocas, para cargar tu ataúd el día que la muerte haga su anuncio, me respondieron. Qué buena imagen. En el día de tu despedida última, estarán llevándote, como en una procesión, aquellos y aquellas que se merecen hacerlo. No se trataría de un convencionalismo o de seleccionar solo a los que puedan cargar cien kilos, sino de un precioso rito que tiene que ver con los vínculos y la amistad. Recuerdo, en el velatorio de mi padre, acercarme a uno de sus amigos para anunciarle que llevaría el féretro, y largó un sollozo como de niño.  Yo ya tengo una idea de quiénes podrían estar cargándome en mi funeral.

Los amigos son escogidos, esa es la gracia. Puede ser por afinidad, por intereses, por historias comunes, o vaya a saber uno por qué otra razón.  Algunos se crean en la infancia y pueden durar toda la vida. Otros se van quedando en el camino. En mi caso, mis amigos de chico, primeros compañeros de colegio, con los que deambulaba en la calle, con los que salía a andar en bicicleta, con los que competía aguantando la respiración bajo el agua, aun sin verlos tanto, a muchos de ellos les tengo un enorme cariño. En la adolescencia se empiezan a forjar otro tipo de amistades. Es natural que uno cambie y que también cambie el grupo de pertenencia. Pero en esos años la amistad se vive de una manera más intensa, leal, con un apañe a toda prueba. Con los amigos de la juventud uno experimenta, conoce el mundo, se aventura en los primeros romances y, sobre todo, hace estupideces inimaginables. Yo tenía un buen amigo, alto y delgado, que tenía a su haber un prontuario de tonterías, pero era capaz de rescatarte de las mismísimas fauces de un lobo hambriento. Es una época en donde la amistad es más importante que cualquier otra cosa.  

De adultos, la amistad se vive con menos frecuencia, pero con más profundidad. Es al menos lo que a mí me pasa. No cuento con una lista muy extensa de amigos, pero los que tengo son de raíces hondas y firmes. No es necesario verse tanto para saber que están ahí y que van a estar ahí sobre todo en los momentos de zozobra. Porque es en los días jodidos, en los más oscuros, donde sabemos cuánto vale la amistad. Aparecen los históricos, pero también, sorpresivamente, otros que nunca tuvimos en el horizonte. Son hombres y mujeres de actitud excepcional, que son capaces de acompañar, de insistir, de sacarte de la cama si es necesario, de distraerte, de darse el tiempo, de viajar kilómetros hasta ti, de poner la mejilla, el caracho, el cuerpo entero para defenderte, de ponerte de pie, de invitarte a pasar unos días a su casa para cambiar de aire, de apañarte aun en los errores más feos, de hacerse cargo de los tuyos, de enviarte pasteles y dulces para pasar el mal rato, de compartir vino y piscolas para olvidar,  o de invitarte a trotar al borde del río con un paquete de pañuelos por si quieres llorar.  

Hace tiempo escuché a un alpinista decir que cuando alguien se pierde en la montaña, habitualmente se envía un helicóptero para su búsqueda. Pero el helicóptero, explicaba el experto, no solo puede ayudar a encontrar a la persona, sino que su ruido, el fuerte sonido de las aspas, hace que el extraviado, si aún está con vida, sepa que lo están buscando y recobre las fuerzas para seguir adelante. Yo tengo una amiga helicóptero. Así la bauticé. En una situación difícil, cuando me estaba entrando agua por todos lados, hizo tanto ruido que la escuché y de solo escucharla recuperé el ánimo y la energía. Eso tiene la verdadera amistad: es estar, al lado tuyo, arriesgando.

Al término de esta columna me doy cuenta de una cosa. Ahora entiendo, al menos me hice una idea, de por qué el derecho a manilla. Y pienso que son los amigos que te cargaron en vida, los que literalmente se hicieron cargo de ti, los que sintieron tu cuerpo sobre sus propios hombros, los que merecen a la hora de la despedida volver a llevarte y palpar en sus puños abrazando la manija, por última vez, el enorme peso de la verdadera amistad.   

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Por Matías Carrasco.

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FILTRACIONES

Están de moda las filtraciones. Se sabe que son partes interesadas las que entregan información, a veces relevante y otras no, por debajo de la mesa a los medios de prensa. Incluso se ha acusado a la misma Fiscalía de esas prácticas. En ocasiones esos datos son de interés público, y en otras, son simplemente comidillo, pan y circo para los medios y la sedienta galería. Las filtraciones siempre tendrán una intencionalidad, buscan conseguir, a como dé lugar, un objetivo. Quién decide entregar, ocultamente, documentos reservados a los periodistas persigue con eso inclinar la balanza a su favor. Pero las filtraciones no representan, ni de cerca, la verdad de la historia. Son un pedazo, un pequeño trozo de un entramado complejo, que tiene explicaciones y un montón de matices que sería importante sopesar a la hora de emitir un juicio. Pero como solo vemos la filtración, y no la enorme cantidad de agua y las corrientes subterráneas que hay al otro lado de la represa, nos quedamos con eso. Y según esa parte de la película, apenas una mala sinopsis, hablamos y dictamos sentencia.

Hace años que los juicios se litigan también fuera de los tribunales. Los medios son hoy una cancha apetecida por querellantes, abogados y fiscales. No es lo mismo un caso que se está revisando en la privacidad de las salas de justicia, a uno que se tramita con la enorme e insoportable presión de la prensa. Esto ha ocurrido en otros tiempos, pero en los de hoy, de tanta reverencia a las redes sociales, de tanto desvivirnos por el reconocimiento de los demás, de muchos hombres y mujeres pusilánimes que se hacen en los pantalones antes de ir en contra de un trending topic o de una opinión dominante, el tema de los medios puede marcar la diferencia a la hora de definir cautelares, un fallo o una condena.

El problema está en que como las filtraciones son interesadas, no recogen la verdad de la historia ni tampoco la versión de quién se ve perjudicado. Generalmente, el afectado no está en condiciones de defenderse porque la filtración lo deja en un mal pie, abatido, intentando lidiar con el escarnio público. ¿Cómo defenderse públicamente, aun cuando existan argumentos, cuando las personas ya hicieron su propio juicio? Ese es el efecto, sucio y buscado efecto, de la filtración.

Otro asunto jodido son los medios. No nos perdamos. Los medios son un negocio y necesitan publicidad, lectores, likes. La calidad del periodismo ha disminuido considerablemente. La ética…¿seguirán impartiendo  en las universidades la ética periodística? ¿qué se enseñará en un contexto tan enredado como el de hoy? …la ética está también en entredicho. Muchas veces los periodistas reciben información (interesada, no nos olvidemos), y sin cotejar, sin tomarse el tiempo de asegurar la veracidad de lo que tienen entre las manos, la publican. Deben hacerlo ágilmente, con premura, no les vayan a ganar la exclusiva. El tema aparece en los diarios, la televisión y matinales, y la leche ya está derramada sobre la mesa. Da lo mismo que se cuenten verdades a medias, o a cuartas, incluso mentiras, y que se vea manchada la reputación y la integridad de una institución, de una persona, de un joven o de un menor de edad. Luego se soluciona con un insignificante “fe de erratas”, o simplemente se pasa por alto, total el asunto ya a nadie le importa, aunque el daño ya esté hecho.  

Es necesario que las cosas vuelvan a su lugar. La justicia no puede ser ciega si los detalles y antecedentes de un caso se exponen, con parcialidad, a la vista de todo el mundo para conseguir un objetivo. No es tolerable que esto se convierta en una práctica recurrente. Es urgente que las Escuelas de Periodismo y de Derecho, los Medios, el Ministerio Público, y parlamentarios, aborden y regulen este tema con la seriedad que merece. No vaya a ser que, de tantas filtraciones, la represa se haga trizas y el agua nos cubra hasta más arriba de nuestras cabezas.  

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Por Matías Carrasco.

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JUZGAR

Busco en el diccionario el significado de la palabra juzgar. Dicho de un juez o un tribunal: determinar si el comportamiento de alguien es contrario a la ley, y sentenciar lo procedente. Juzgar, entonces, no es opinar, no es tomar una posición, es algo mucho más determinante y definitivo. Se trata de medir con la vara de la ley y la moral lo que está bien y lo que está mal, y conforme a eso, emitir una condena.

Hoy vivimos en un mundo que juzga con una facilidad peligrosa y sorprendente. Basta que un hecho aparezca, en la esfera pública o privada, para que se le dé por acreditado y sin más, comiencen a proliferar los jueces, la mayoría con vidas e historias manchadas (como son todas las vidas de los hombres y mujeres que habitan este mundo), pero eso da la mismo, a la hora de juzgar importa un bledo la basura que tengamos en nuestro propio jardín, y disponen su mano al frente, y despegan el dedo índice, y apuntan con furia, con sospechosa ira, al que ha sido acusado, al que cometió un error, y no se lo perdonan, y dictan cátedra, y fijan sus propias sentencias, y que qué espanto, y que cómo es posible, y qué como fue a pasar una cosa como esta. Y todo lo señalan, y todo lo vociferan, sin tener idea de lo que ha sucedido, sin tener información, sin conocer los detalles, sin siquiera escuchar la versión del apuntado, con un desparpajo que da arcadas.

Podemos entretenernos en esto, de hecho, pareciera que las personas lo disfrutan. Uno lo ve en las redes sociales, en grupos de whatsapp, en conversaciones de sobre mesa. Se siente bien cuando juzgamos a otros, y más bien todavía, cuando lo hacemos con vehemencia y una cosa media salvaje y primitiva. Que yo lo mato. Que yo lo cuelgo en la plaza pública. Que yo lo destierro. Nos convencemos, aunque sea mentira, que nosotros somos distintos, que pertenecemos a una especie diferente, que estamos hechos de otra madera, de una raza inmaculada. Es como si quisiéramos desprendernos de ese asunto que se llama humanidad y que nos convierte en seres frágiles, pencas, que trastabillan de vez en cuando. Por más que no queramos verlo, nadie se salva de la sombra y de la pequeñez de ser humanos.

Tal vez haya que estar en el lugar de los enjuiciados para entenderlo. Es bueno saber que el juicio no es gratis. El juicio causa mucho daño, sobre todo cuando es público y se ejerce desde la muchedumbre y del anonimato. No es lo mismo alguien que te juzga a la cara dándote la posibilidad de defenderte, a esa masa brumosa, que desde la oscuridad, donde habitan los cobardes, disparan sus ácidos dardos, para escabullirse otra vez. El juicio, desinformado y a distancia, hiere, excluye, aplaca, la mayoría de las veces de manera injusta y desmedida.

La otra cara del juicio sería la curiosidad. Se trataría de que, frente a un hecho conocido, reprochable a primera vista, nos abriéramos a entender. Más que dictar un fallo como jueces implacables, nos dispusiéramos a hacer preguntas: ¿qué pasó? ¿será tan así como lo cuentan? ¿por qué habrá sucedido? ¿qué han dicho los involucrados? No es fácil. Menos en una sociedad en que nos acostumbramos, con una hipocresía abismante, a intentar separar a los buenos de los malos, quedando siempre, en una dudosa coincidencia, del lado de quienes nunca erran.

Dejar el púlpito del juez y bajar de los altares podría ser una buena salida para construir comunidades y lugares más amables, dialogantes y compasivos. Pero eso sí que requiere de cuestiones que hoy son excepcionales, como la franqueza, la humildad, y sobre todo, la valentía, mucha pero mucha valentía.   

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Por Matías Carrasco.

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ENCUENTROXCHILE

Estaba empeñado en la necesidad de definir un horizonte común, un sueño país para Chile. Si en los 80 fue la superación de la pobreza; en los 90, disminuir la desigualdad; en los 2000, alcanzar el desarrollo. Ahora, ¿qué? Eso ya se está haciendo -me dijo una mujer encumbrada en los círculos empresariales- pero si los políticos no levantan la mirada, advirtió, cualquier trabajo será infructuoso. Otra ejecutiva del ámbito privado me celebró la iniciativa, me comentó que algo se estaba realizando en su empresa, y que, si tengo una idea en mente, feliz de escucharla. Te llamamos, le faltó decir. Camilo, un buen hombre y entendido en el mundo de las organizaciones sociales, me invitó un café. Conversamos sobre estos asuntos. Se sumó una mujer que venía de perder en las elecciones a CORE. La felicitamos, de todas formas, por la intentona. No es un sueño lo que debemos buscar, sugirió Camilo mientras se acomodaba en la silla. Habló del concepto de angustia amorosa, del deseo de poner a la ciudadanía en una suerte de preocupación activa, propositiva, para enfrentar los problemas que nos achacan. De dónde sacaste ese concepto, pregunté. De Heidegger. Nunca he podido leer a Heidegger más allá de una página, confesé. Y junto con darme el nombre de un tipo que me ayudaría a entender al filósofo alemán (oferta que desestimé de inmediato), me invitó al EncuentroxChile. Te va a gustar, apostó.

Asistí esta mañana. Se trató de una jornada organizada en la Estación Mapocho por Tenemos que Hablar de Chile, en conjunto con la Universidad de Chile y la Universidad Católica. Eran cerca de 160 mesas circulares dispuestas en el espacio central de la Estación. Siete personas por mesa. Más de mil en total. Había estudiantes, académicos, autoridades políticas y empresariales, intelectuales, representantes de pueblos originarios, de Santiago y regiones. En mi mesa me tocaron dos dirigentes sindicales, dos académicos, un director de empresas, una profesional, un consultor y Cecilia, la facilitadora a la que llamé tres o cuatro veces, Bernardita (los nombres no son mi fuerte). Primero, en unas tarjetas bien cuidadas, cada uno debía escribir los desafíos para el país en los próximos cinco años. Luego, se ponían en común. La dinámica se repetía en cada una de las mesas. Allí aparecieron la educación, la seguridad, la migración, el crecimiento, la salud, entre otros. Nosotros acordamos en la necesidad de reformar el sistema político para fortalecer la democracia y la gobernabilidad del país. Luego, el mismo ejercicio para identificar oportunidades. Se nombraron el litio, la innovación, la tecnología, el turismo, etc. En nuestra mesa hablamos de la capacidad emprendedora de chilenos y chilenas, del enorme talento que existe en nuestra tierra, de los recursos geográficos y naturales, de la tendencia de la ciudadanía a posturas más conciliadoras, y de ese sentido de orgullo y resiliencia, que bien llevado, puede ser una energía entusiasta y transformadora. Al final, se debía escoger uno de los desafíos propuestos (en una democrática y transparente votación) y definir una meta concreta. Fueron cerca de dos horas y media de conversación, de una buena y animada conversación.

Valentina, subdirectora de Tenemos que Hablar de Chile, fue la encargada de cerrar el encuentro. Contó que además de los allí presentes se había realizado una consulta a más de 10.000 personas de todo el territorio. La metodología era similar: desafíos, oportunidades e iniciativas concretas para facilitar la vida de chilenos y chilenas. Con toda esa información y contando con la estructura y capacidad de las universidades, se realizarán grupos de expertos por temáticas para hacer propuestas programáticas y presentarlas al Presidente de la República y a los candidatos presidenciales en octubre de 2025. También se pondrán a disposición de la ciudadanía para que puedan entregar sus comentarios y sugerencias.

Nos despedimos, los de la mesa, afectuosamente. A pesar de no conocernos, hubo cierto match, cierto vínculo. Tal vez porque sabiendo de nuestras diferencias, conversamos cordialmente sobre temas que nos preocupan a todos. No lo sé. Pero me atrevería a decir que salimos de ahí más contentos. Yo, al menos, salí feliz. No con un sueño definido, no con un horizonte claro, pero sí con la certeza de que son miles las personas que están inquietas, que quieren conversar, aportar y que están dispuestas a encontrarse para hacer de Chile un lugar mejor.

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Por Matías Carrasco.

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BARBARIE

El sábado vi un video viral sobre una mujer joven insultando y golpeando a un chofer de una aplicación de transporte. El hecho se inicia cuando el conductor, un hombre de unos 60 años de acento venezolano, le pregunta a la mujer si puede sentarse en el lugar del copiloto. “¿Se puede montar adelante? Es que, mi amor, están fiscalizando mucho”. La tipa accede, pero lanza de inmediato, apenas ingresa al automóvil, una sarta de ofensas y garabatos de grueso calibre. Que no me puedes obligar a subirme adelante. Que lo haces para mirarme las piernas.  Que eres un abusador sexual. Que te voy a denunciar a carabineros. Que tengo un arma en mi cartera. Que la voy a usar. Que saco el fierro. El sujeto, desconcertado le explica que no, que nadie la está forzando, que solo se lo pidió, que si quiere puede bajarse, que no hay problema. Pero ella le exige, le ordena, que la lleve a su destino. ¡Llévame, llévame! Y el hombre, sumiso, tal vez sin saber qué hacer, aprieta el acelerador. En el trayecto los insultos y las amenazan no cesan. Que devuélvete a tu país. Que eres del Tren de Aragua. Que acosador. Que tal por cual. El tipo intenta, inútilmente, hacerla entrar en razón. Que no. Que no soy eso. Que tengo dos hijas. Es que usted no entiende. Pero fue callado con un furioso manotazo en la cara. Se notaba la impotencia. Se notaban las ganas de llorar. Vi el video completo. Dura cerca de 15 minutos. Eso duró la carrera. Eso duró la humillación. Yo también sentí rabia. ¿De dónde viene tanta agresividad? Una barbarie.

Pero la barbarie continuó en otra dirección. Esta mañana apareció en la prensa escrita una nota en donde la mujer pedía perdón, decía estar totalmente arrepentida, y señalaba haber llamado al chofer para pedirle disculpas. Denunció amenazas de muerte y la filtración de su certificado de nacimiento, datos bancarios, domicilio de ella y de sus padres, números de contacto y la foto de su madre, advirtiendo que la golpearían. Comentó, además, que habían maltratado a una mujer en la esquina de su casa, confundiéndola con ella. “Estoy muy asustada. Tengo mucho miedo. Incluso en las noches despierto y pienso a veces en matarme” – dijo. La muchacha, de 26 años, cuenta que estuvo internada en el Sename de los 13 a los 18, que vivió en situación de calle, que fue adicta a la cocaína y a la pasta base. “Nunca conocí a mi papá, nadie me dio valores, yo me quedé sola”. No justifica el error que cometió, pero ayuda a entender.

Hace tiempo que nos acostumbramos a solucionar los problemas a través de los medios públicos, las redes sociales, la funa y la cancelación. Intentamos dar lecciones, hacer justicia, poner al victimario en su lugar, pero de una forma tan o más injusta y desmedida que la original. ¿Quién es más cobarde? ¿la mujer que montada en un auto insulta y golpea al chofer, o quienes la amenazan de muerte y filtran su información públicamente, amedrentando, desde la sombra y el anonimato? ¿Quién, finalmente, hace más daño?

Deben ser las ganas de venganza, un incontenible afán por castigar, de humillar al que humilló. Por eso se desata el circo romano en las redes y también en matinales de televisión. No hay piedad. No hay complacencia. Ningún interés en poner freno a este absurdo y peligroso juego. Mientras rinda rating y mientras nos haga parecer mejores personas, adelante, que siga la función.

No se trata de que una situación como esta quede impune. Para eso están los tribunales de justicia. El conductor de la aplicación, con razón, denunció el hecho en la PDI.  “No quiero que esto ocurra con ninguna otra persona”, dijo. Y, ojalá, así sea.

No es solo la mujer quién se equivoca. También quienes responden, ocultos en la noche, con el escarmiento público. Hay que intentar dominar ese desenfreno, esa agresividad, y sobre todo esa sospechosa proyección de apuntar a los otros (nunca a uno mismo) por sus errores y miserias con escándalo y publicidad. También hay en eso una barbarie, un enorme daño y una tremenda hipocresía.  

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Por Matías Carrasco.

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EL HUMOR SALVARÁ AL MUNDO

Hace algunas semanas asistí al funeral de una mujer joven. Murió luego de un cáncer que la mantuvo con vida solo unos cuántos meses. Dejó a un marido, un hombre noble, y a dos pequeñas hijas. A ella la conocí poco, pero con cierta intensidad. Era alegre, sensible, generosa, y buena, sobre todo, buena. Su partida, con tanto por delante, puede ser un drama. Sin embargo, en la misa, su hermana habló de ella sin perder el humor. Era una mezcla extraña entre dolor y risas. A veces recogía el rostro, soltaba un bufido y un llanto, y a los segundos lanzaba una broma y una carcajada. Los fieles, amigos y familiares de la difunta, repetían la misma dinámica: dejos de alegría, dejos de profunda tristeza.

Hace un rato que vengo repitiendo la misma cantinela: ¡el humor salvará al mundo! Puede parecer una tontería. No basta el humor para salvar al planeta, pero quizás sea una salida interesante, o la única que nos queda. Nos hemos vuelto una tierra algo sombría. La queja está instalada como una práctica habitual y las premoniciones sobre el futuro no ayudan. Es cierto que vivimos una época jodida, de cambios, de confusión, de incertidumbre. Tenemos importantes asuntos que resolver, y hay que poner todo de nuestra parte para que así sea. Pero la pesadez, esa cosa cosa seria, ese semblante hosco, no va a sumar mucho a la hora de soportar la tormenta o de atravesar el desierto. Cuando las penurias llegan, llegan, no hay más. Y convendría asumirlas con adultez, pecho a las balas, pero sin dejar nunca, pero nunca, el sentido de humor.

Hay que abandonar la gravedad, o al menos, tanta gravedad. Hay que luchar contra esa actitud como de activista comprometido, de redentor entusiasta, de un victimismo perpetuo.  Todos habitamos, de vez en cuando, esos lugares.  Anne Dufourmantelle, filósofa y sicoanalista francesa escribió un bellísimo ensayo titulado, Elogio del riesgo. En él, habla sobre la conveniencia de asumir una vida más lanzada, más abierta, más entregada a los vaivenes de la realidad. Dedica un capítulo a la risa y al humor. En una creación humorística -señala- la realidad, sin importar cuán terrible, no es negada ni truncada sino trascendida, procurando al sujeto la posibilidad de salirse con una carcajada. La risa -agrega- reivindica una forma de tontería, de inocencia…no busca tener la razón. Dufourmentelle murió a los 53 años, arriesgando su vida en una playa francesa al intentar rescatar a dos niños del mar.

Hay humor sin gracia. Y el menos gracioso de todos es el que busca reírse de otras personas. El humor inteligente, el más filudo, el que arriesga, es el que persigue reírse de uno mismo. Y si ese chiste aparece en los momentos más oscuros, tanto mejor. Hay en eso un intento por rescatarnos, por salir, por estirar los brazos, otra vez, a la superficie. Y fuera del pozo, pisando tierra firme, podremos ver las cosas desde otra perspectiva, con más aire, con más levedad, encontrando nuevas posibilidades, otros mares y otras orillas.

Sí, el humor puede salvarnos. Puede librarnos de nuestros miedos, de nuestro afán de control, de la trampa de las víctimas y de nuestra propia hipocresía. En situaciones complejas, principalmente en asuntos intrincados, hay que aventurarse, con honestidad y coraje, a las tierras del ingenio y del humor.

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Por Matías Carrasco.

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