HALLAZGOS

De vez en cuando me acerco a mi señora para compartirle un hallazgo. Son cuestiones triviales, absurdas a primera vista, pero que a mí me caen como si fuese un tejazo en la cabeza. El último de mis descubrimientos fue hace un par de años. La vida es con dificultad, le dije. Ella tuvo que haber estado haciendo otra cosa. Cualquier cosa. Seguro la interrumpí. Que la vida es con dificultades, insistí. ¿Me estás hablando en serio? preguntó con una mezcla de asombro y risa. Es en serio, repliqué. Acabo de descubrirlo.

Llegar a concluir ya cerca de los cincuenta que la existencia es con problemas parece, realmente, una estupidez. Y si no lo es, está cerca de ser una ofensa a la razón. Vengo escuchando a mi suegra decir que la vida no es fácil hace más de 25 años y si de algo sirve admitirlo, mi propia historia ha tenido también sus buenas sacudidas. Pero, aun así, con toda la evidencia sobre la mesa, entendí hace muy poco que la vida es con tropiezos.

Conociéndome no es algo tan insólito. He transitado buena parte de mis años tomado del pasamanos, intentando mantener todo en orden, siempre por la misma ruta, prefiriendo lo conocido, malazo para probar, eligiendo habitualmente, con pocas excepciones, helado con sabor a chocolate suizo, lomo liso cocido a tres cuartos, pizza con cebolla, pimentón y aceitunas, y vino carmenere. Cualquier imprevisto, cualquier accidente que me aconteciera, todavía cuestiones sin mayor relevancia, una pana en el auto, cañerías tapadas, una citación al juzgado, una gotera en el comedor, o una inflamación sospechosa en cualquier parte del cuerpo, encendía todas mis alarmas y me ponía aún más ansioso de lo que soy. Cualquier oleaje en mi tranquila orilla me ponía rígido, obsesivo, hasta que lograba calmar, otra vez, las aguas. Podría decirse que me esmeraba por mantener una vida al margen de cualquier vicisitud. ¿Existe algo así?

Por eso, aquel día en que comprendí, como si fuese una iluminación, como Pablo arrojado al suelo desde su caballo, que la vida es con dificultades, comenzó para mí un mundo nuevo. Está bien, exagero, pero estoy mirando las cosas desde otra perspectiva. La literatura, la buena, ayuda mucho en esto. Están en las novelas y cuentos personajes llenos de aprietos, asuntos pendientes, amarguras, contradicciones. Quizás por eso me estoy interesando por el género de los diarios, en donde los escritores se muestran con más crudeza. Estoy leyendo La novela luminosa de Levrero, y hoy me han recomendado Diarios Centrales de José Donoso y La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro. La existencia se muestra allí tal como es, no como en las redes sociales. Ahí es otra cosa. Nadie se anima a develar sus pellejerías.

Mirar al lado también contribuye a integrar, de mejor manera, la oscuridad que de tanto en tanto nos visita. Estuve hace poco en la casa de una mujer mayor que vivió el secuestro de uno de sus hermanos, el abandono de su marido con cuatro hijas pequeñas, y la muerte de un hijo a los cuatro años. La acompañaba su pareja, un tipo alto y de humor negro, que había perdido su pierna izquierda a los 21. Tuvo que haber sido complicado, le dije al hombre que frotaba una copa de coñac. No me resté de nada, me respondió. Con un fierro largo me las arreglaba para apretar el embrague y salía correr en auto que era lo que me gustaba, me contó. Yo escuchaba, curioso, mientras mascaba un camarón apanado. Y ahí estaban los dos, fumando a la antigua, en el baño, en la cocina, en el living, riendo, disfrutando de un aperitivo generoso, mirando el mar.

Ya nada me espanta tanto. Estoy aprendiendo rápido o tal vez sea el remedio que estoy tomando. Debe ser una buena combinación de ambas cosas. Pero se siente mejor así, incorporando, como lo hacen los orientales, los intervalos, los contratiempos, las rayas en el agua. Aceptando, no sin esfuerzo, no sin dolor, que las cosas simplemente son. Sin tantos juicios, sin tanta moral, sin horrorizarnos como si fuésemos algo distinto al ser humano.

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Por Matías Carrasco.

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