BUENAS PERSONAS

Por estos días me he acordado del bautizo de mi primer hijo. No sé por qué, pero le he dado vueltas al asunto. Fue hace unos quince años, en la iglesia del colegio en donde estudié. Era un grupo pequeño, el padrino, la madrina, familiares, un cura amigo y el abuelo de mi mujer. De él me acuerdo bien, porque era un tipo excepcional. Al momento de la bendición, cuando al cabro se le moja la cabeza, el sacerdote nos preguntó qué esperábamos de nuestro hijo. Que sea un ingeniero civil de la Católica, bromeé. Hubo risas. Luego, en un tono más serio, dije que quería que fuese una buena persona. Sonó bien. Me sentí bien. Más de alguien habrá suspirado. Al enano le humedecieron el mate, le hicieron la señal de la cruz en la frente, y el hombre de la sotana lo levantó hacia los cielos, como en la escena del Rey León.

Con el paso del tiempo y de la experiencia, hoy hubiera dicho otra cosa. Ya no quiero que sea una buena persona. Ni él ni ninguno de mis hijos. Parecer una buena persona no es algo muy complicado. Está al alcance de la mano el decálogo para lograrlo. En una sociedad altamente declarativa como la nuestra, sabemos lo que hay que decir, las causas que hay que defender, lo que hay que postear, las palabras que hay que omitir, y maneras de comportarse para ser percibido como un buen ciudadano.  Pero serlo ya es otra cosa. Y yo no creo en las buenas personas. Sí creo en que existen mejores hombres y mujeres que otros, pero no en las personas buenas, así sin más. Esta debe ser la época en donde más hemos escuchado la palabra empatía, y cuando, coincidentemente, más funas, enjuiciamientos y una despiadada carnicería vemos a diario en grupos de whatsapp y redes sociales. Pura hipocresía.  

Aunque lo queramos, por más que lo intentemos, una y otra vez, cada uno arrastra su propia sombra. Somos todos, sin excepción, un embutido de ángel y demonio, como dijo Nicanor. Y cuando ponemos en el horizonte la meta de ser buenas personas corremos el riesgo de negar la propia oscuridad que, tarde o temprano, saldrá por cualquier parte, dejándonos al descubierto. Además, la bondad tiene esa cosa como inofensiva (¿existe alguien que no haga daño?), oprimiendo la propia agresividad que es fundamental para moverse, para empujar, para enfrentar, para crecer. Si anteponemos lo bueno como un deseo primario, podremos llevar una vida correcta (o simularla, al menos) pero no necesariamente la vida que, realmente, quisiéramos vivir.

Quiero que sea un hombre libre. Eso diría. Quiero que mis hijos sean hombres y mujeres libres. La libertad es una cuestión más enredada. Puede tomar toda una vida conseguirla, si es que se logra. La mayoría de las veces ni la rozamos siquiera. La libertad es trabajosa, requiere franqueza, conocimiento de uno mismo, y, sobre todo, mucho coraje.  La única manera de evitar ser un carajo es asumiendo que lo somos o podemos serlo. Dicho de otra forma, se trata de aceptar (e integrar) nuestra parte de noche. Ese es el primer paso hacia la libertad. Es tomar conciencia de nuestras luces, pero también de que somos imperfectos, de que hacemos daño (aun sin quererlo), de que hablamos a las espaldas, de que sentimos envidia, rabia, y a veces odio, porque somos sencillamente humanos. Y, desde ahí, desde esa incómoda verdad, recorrer con responsabilidad y adultez los caminos que decidamos.

El ejercicio de la libertad puede hacernos abandonar el sitial de las buenas personas, tal como Adán y Eva cuando fueron expulsados del paraíso, pero nos puede acercar, no sin costos ni dificultades, a una versión más honesta y plena de lo que queremos ser.

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Por Matías Carrasco.

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2 comentarios en “BUENAS PERSONAS

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dijo:

    muy buena reflexión, concuerdo plenamente contigo, la libertad, quizás el don mas precisado, cuando se logra rozar, cómo bien dices, se consigue aceptarse y vivir en paz, con nuestros ángeles y demonios.
    Gracias por compartir tus reflexiones y vivencias.

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