
Tengo un tema con el miedo. Durante mi vida he sentido mucho miedo. A veces angustia, que es la versión más cruda de este asunto. No se trata de situaciones puntuales, extremas, como cuando uno roza la muerte, o algo así, sino más bien un miedo basal, como a los pies de todo, como si se tratara de un pecado original, de esas cosas que le vienen a uno incrustadas en la piel o en los huesos.
Pienso que el miedo nos asiste a todos, de vez en cuando. Nadie se libra. Por mi experiencia sé que el miedo toma, astuta y ocasionalmente, otras formas. A veces se disfraza de desinterés, otras de intolerancia y dureza, como cuando nos ponemos rígidos, porfiados, cerrados en nosotros mismos o en nuestras ideas, como un chancho de tierra, sin dejar que nada entre, que nadie entre, impenetrables. En esos casos no se siente el miedo, sino otra cosa distinta. Pero en el fondo, si somos honestos, suele tratarse de temor o incluso pánico. Pero raramente somos honestos.
En una ocasión, al inicio de una larga terapia sicológica, le contaba a mi terapeuta (un tipo silencioso y lúcido) que cada vez que una mujer que me gustaba se fijaba en mí, el interés en ella se esfumaba de inmediato. Ya no me importaba. Ya no sentía (y de verdad no lo sentía) nada por ella. ¿No será miedo?, preguntó mi sicólogo. Yo no sabía de qué diablos me estaba hablando. Seguramente, en ese momento y con la soberbia de los cobardes, lo habré encontrado un imbécil. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que no era miedo…era terror.
Hacerme consciente del miedo me ayudó a no caer en su trampa. Es un truco jodido, bien pensado, como una telaraña invisible. Te atrapa sin que te des cuenta, instala relatos en tu cabeza tan racionales, tan inteligentes, tan blindados, que se hace muy difícil huir de ahí. Y en función de eso, de un miedo oculto y tramposo, vas tomando decisiones y armando tu vida. Pero cuando lo pillas, cuando descubres el fraude, cuando hallas al miedo entrando en la noche por tu ventana, y le gritas, y lo alumbras con la linterna, lo sientes, finalmente lo percibes, y puedes tener la oportunidad de convertirte en un hombre libre.
En mi caso el miedo habita en mi pecho. A veces se desliza hacia la espalda, pero siempre a la misma altura. Cuando la cosa se pone más fea, sube hasta la garganta y aprieta. Pero no se mueve mucho de ese sector. Y yo sé que está ahí. Convivimos como dos viejos amigos que aprendieron a tolerarse, incluso a quererse. Cada vez que me visita, notifico su llegada. Sé dónde está. Lo tengo a la vista. Y así, imposible que haga trampa. Con el miedo fuera del clóset, se acabaron las excusas y coartadas.
Hace poco un hombre que tomó una decisión difícil sabiendo que le traería riesgos y costos altos, me contaba que eligió la ruta más complicada cuando descubrió que lo que lo tenía sin dormir, atribulado, era el miedo. Cuando lo noté, me dijo, supe que debía hacerlo, porque no podía tomar mi decisión capturado por el miedo. Cuando hizo el hallazgo decidió avanzar, aun sintiendo temblar sus cañuelas. De eso se trata la verdadera valentía.
Cuando corremos el velo y somos capaces de mirar el miedo de frente, tenemos la tremenda oportunidad de hacernos cargo de nuestra propia vida, como agentes de nuestra existencia, para elegir bien o mal, pero hacernos cargos al fin, y recorrer nuestros días y nuestros años acertando y dejando embarradas, y entonces, pecho a las balas, porque fue nuestra decisión, libre y soberana, sin excusas y sin nadie a quien culpar. Y cuando te haces dueño de tu vida, con arrojo y responsabilidad, puedes intentar, con mejor pronóstico, ser feliz.
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Por Matías Carrasco.