A LOS AMIGOS

Una vez escuché el concepto “derecho a manilla”. Qué es eso, pregunté. Es el derecho que se han ganado algunas personas, tan solo unas pocas, para cargar tu ataúd el día que la muerte haga su anuncio, me respondieron. Qué buena imagen. En el día de tu despedida última, estarán llevándote, como en una procesión, aquellos y aquellas que se merecen hacerlo. No se trataría de un convencionalismo o de seleccionar solo a los que puedan cargar cien kilos, sino de un precioso rito que tiene que ver con los vínculos y la amistad. Recuerdo, en el velatorio de mi padre, acercarme a uno de sus amigos para anunciarle que llevaría el féretro, y largó un sollozo como de niño.  Yo ya tengo una idea de quiénes podrían estar cargándome en mi funeral.

Los amigos son escogidos, esa es la gracia. Puede ser por afinidad, por intereses, por historias comunes, o vaya a saber uno por qué otra razón.  Algunos se crean en la infancia y pueden durar toda la vida. Otros se van quedando en el camino. En mi caso, mis amigos de chico, primeros compañeros de colegio, con los que deambulaba en la calle, con los que salía a andar en bicicleta, con los que competía aguantando la respiración bajo el agua, aun sin verlos tanto, a muchos de ellos les tengo un enorme cariño. En la adolescencia se empiezan a forjar otro tipo de amistades. Es natural que uno cambie y que también cambie el grupo de pertenencia. Pero en esos años la amistad se vive de una manera más intensa, leal, con un apañe a toda prueba. Con los amigos de la juventud uno experimenta, conoce el mundo, se aventura en los primeros romances y, sobre todo, hace estupideces inimaginables. Yo tenía un buen amigo, alto y delgado, que tenía a su haber un prontuario de tonterías, pero era capaz de rescatarte de las mismísimas fauces de un lobo hambriento. Es una época en donde la amistad es más importante que cualquier otra cosa.  

De adultos, la amistad se vive con menos frecuencia, pero con más profundidad. Es al menos lo que a mí me pasa. No cuento con una lista muy extensa de amigos, pero los que tengo son de raíces hondas y firmes. No es necesario verse tanto para saber que están ahí y que van a estar ahí sobre todo en los momentos de zozobra. Porque es en los días jodidos, en los más oscuros, donde sabemos cuánto vale la amistad. Aparecen los históricos, pero también, sorpresivamente, otros que nunca tuvimos en el horizonte. Son hombres y mujeres de actitud excepcional, que son capaces de acompañar, de insistir, de sacarte de la cama si es necesario, de distraerte, de darse el tiempo, de viajar kilómetros hasta ti, de poner la mejilla, el caracho, el cuerpo entero para defenderte, de ponerte de pie, de invitarte a pasar unos días a su casa para cambiar de aire, de apañarte aun en los errores más feos, de hacerse cargo de los tuyos, de enviarte pasteles y dulces para pasar el mal rato, de compartir vino y piscolas para olvidar,  o de invitarte a trotar al borde del río con un paquete de pañuelos por si quieres llorar.  

Hace tiempo escuché a un alpinista decir que cuando alguien se pierde en la montaña, habitualmente se envía un helicóptero para su búsqueda. Pero el helicóptero, explicaba el experto, no solo puede ayudar a encontrar a la persona, sino que su ruido, el fuerte sonido de las aspas, hace que el extraviado, si aún está con vida, sepa que lo están buscando y recobre las fuerzas para seguir adelante. Yo tengo una amiga helicóptero. Así la bauticé. En una situación difícil, cuando me estaba entrando agua por todos lados, hizo tanto ruido que la escuché y de solo escucharla recuperé el ánimo y la energía. Eso tiene la verdadera amistad: es estar, al lado tuyo, arriesgando.

Al término de esta columna me doy cuenta de una cosa. Ahora entiendo, al menos me hice una idea, de por qué el derecho a manilla. Y pienso que son los amigos que te cargaron en vida, los que literalmente se hicieron cargo de ti, los que sintieron tu cuerpo sobre sus propios hombros, los que merecen a la hora de la despedida volver a llevarte y palpar en sus puños abrazando la manija, por última vez, el enorme peso de la verdadera amistad.   

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Por Matías Carrasco.

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