
Carla Vidal tenía 45 años cuando le diagnosticaron cáncer al páncreas. No la conocí. Una buena amiga mía y sobrina de la Carli, como le decían sus más cercanos, me cuenta que era de tez blanca, pelo oscuro y estatura mediana. Le gustaba vestirse con ropa holgada y se caracterizaba por ser una mujer cariñosa, empática y de una fuerte carcajada. El pronóstico no era bueno: solo unos meses de vida. Según ella misma narra en un libro que recoge su testimonio, los primeros días decidió convertirse en una luchadora, pero muy pronto, tras visitar a un consejero psíquico formado en la India, abandonó el lenguaje bélico del cáncer y decidió enfrentar su enfermedad no como un paréntesis, no desde el control, sino desde la apertura y la gratitud. “Adquirí la sensación de que todo cabe, que la vida es un espacio abierto donde caben la enfermedad y sus dolores físicos y psíquicos, y también cabe la enfermedad como oportunidad de mirar y vivir aspectos nuevos e insospechados de uno mismo”. Con eso dando vueltas en su cabeza estudió budismo, practicó la meditación, se formó en el reiki, viajó a Italia a conocer las raíces de su familia, aprendió italiano y en el último tiempo se dedicó a la traducción de textos de sicología al español. Al cierre de uno de los capítulos del libro, cita al escritor y ex presidente de la República Checa, Václav Havel: la esperanza no es la convicción de que algo terminará bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, sin importar como termine.
Me sorprendí cuando leí la misma frase de Havel en el último ensayo del filósofo Byung Chul Han, El espíritu de la esperanza. Esta vez, el coreano ofrece una mirada más detallada del pensamiento del checo: la esperanza no tiene la medida de nuestra alegría por la buena marcha de las cosas ni de nuestras ganas de invertir en empresas prometedoras de éxito inmediato, sino más bien la medida de nuestra capacidad de esforzarnos por algo simplemente porque es bueno, y no porque su éxito esté garantizado.
Vale la pena leer a Chul Han. Dice que, en el mundo de hoy, impregnado por visiones catastróficas ancladas en la crisis climática, las guerras y la pandemia, la única salida es la esperanza. “En una situación así, solo la esperanza nos permitirá recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir. Ella despliega todo un horizonte de sentido, capaz de reanimar y alentar la vida. Ella nos regala el futuro” -comenta.
Si nos dejamos abatir por el miedo, previene, la democracia y el pensamiento se pondrán en peligro, porque el miedo nos cierra las puertas a lo distinto, a lo nuevo, a lo que está por nacer. “El miedo puede transformar una sociedad entera en una cárcel, puede ponerla en cuarentena (en paréntesis, diría la Carli). El miedo solo instala señales de advertencia. La esperanza, en cambio, va dejando indicadores y señalizadores de caminos”.
El optimismo no es lo mismo que la esperanza. El primero se cierra a las negatividades de la vida, mientras la esperanza las tiene presentes y, aún así, porfía, reclama, anuncia un futuro que está por venir. “La esperanza se caracteriza, fundamentalmente, por su entusiasmo y su afán (…) Desarrolla una fuerza de salto para actuar” – señala el pensador.
La esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda. Cuanto más profunda sea la desesperación, más fuerte será la esperanza. Hay allí, en medio de la crisis, una oportunidad. Me acuerdo de Leonard Cohen y su canción Anthem: hay una grieta en todo, así es como entra la luz.
Pienso en Chile, hundido en el miedo y el pesimismo. Falta un horizonte de sentido, un sueño que regale esperanza. Antes lo tuvimos. En los ochenta pusimos en lo alto, allá lejos, donde vive la esperanza, siempre lejos, la recuperación de la democracia. En los noventa, la superación de la pobreza. En el inicio del nuevo siglo, alcanzar el desarrollo. Y ahora, ¿qué? Urge que las autoridades, la política, las iglesias, y la sociedad civil, dibujemos, junto a nuestros problemas y miserias, una línea de sentido.
El 13 de noviembre de 2012, a cinco años de su diagnóstico, la Carli murió. Lo hizo rodeada de sus tres hijos, su marido, su familia y amigos. En la agonía, cantaban y recitaban mantras que a ella le gustaban (que el eterno sol te ilumine, y el amor te rodee, y la luz pura e interior guie tu camino). La Carli dio instrucciones para su funeral. Pidió un ataúd colorido. Así fue. Sus cenizas, me cuentan, fueron lanzadas al mar en una playa de Algarrobo, donde ella solía caminar. En una preciosa ceremonia, unas sesenta personas esperaban sobre la arena, animando la despedida, mientras otras se adentraban en un bote en el océano para dejar sus restos en el agua. Y de fondo, con el sol poniéndose, el horizonte, inmenso y generoso, anunciando la certeza de un nuevo día.
Por Matías Carrasco
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Libro citado: Sin paréntesis, Carla Vidal. Editorial Catalonia.
Bellísimo…gracias
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Impresionante. Me “Pegó “ Fuerte. Muchas Gracias
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