QUE NO TE AMARGUEN EL ALMA

Un buen amigo, un tipo robusto, de barba prominente, nariz gruesa y un cierto aire a los hombres sabios, me dijo hace unas semanas: no permitas que te amarguen el alma. Me lo comentó a propósito de una situación ingrata, jodida y larga. Pero no lo expresó como un consejo, como algo que yo podría tomar o desestimar, sino como una orden, como un asunto perentorio. No vayas a sucumbir, no cejes, por ningún motivo, y en esto debes ser irreductible, no dejes que otros te amarguen el alma.

Fue una buena lección. No me dijo que esto va a pasar, ni que tranquilo, que todo estará bien, que cada día su afán, que ánimo, que no estás solo, ni nada de esas cosas que se repiten y que, desde luego, también sirven. Lo suyo fue más bien un misil dirigido a un punto que puede marcar, para bien o para mal, los caminos del infortunio. La tristeza, el dolor, el miedo, la angustia pueden tener cabida (y es bueno que la tengan) cuando se vive la desgracia o se está a la intemperie, pero otra cosa distinta es dejar que el alma, esa cosa central y genuina que nos constituye llegue a mancharse o a envenenarse de manera irremediable (aunque no creo en lo definitivo).

A veces tocan, a todos, tiempos difíciles. A veces, incluso, podemos sentir el odio, el ensañamiento, la vileza o la hipocresía. Es fácil contaminarse de eso y asumir el rol de víctima, y ponerse el disfraz de los corderos, para sentir lástima de uno mismo, y pensar que ya está, que nos cagaron la vida y que solo nos queda la penuria y la tragedia. Pero en vez de todo eso hay una pendiente más pedregosa y pronunciada: la de aceptar que la vida es así, dulce y espinuda, que, frente a lo consumado, pecho a las balas, y lo más importante, que uno es agente de su propia historia y en uno está el relato que queramos contarnos y poner atajo a los alcances de un error o de una situación aciaga.

En otra oportunidad, antes de una reunión de trabajo, una clienta, sabiendo de lo mío, me hizo un gesto con su mano. La puso sobre su cabeza y en movimientos repetidos la apuntó a lo alto.  Tienes que estar por sobre todo esto, si no, te vuelves loco. Otro buen consejo. Y cuando caminaba, casi como si fuese un instinto, elevaba mi vista al cielo, y miraba sobre las copas de los árboles y la punta de los edificios. Cuando los ojos están arriba, en dirección a las nubes, entra el oxígeno, se asoman las perspectivas y uno entiende, como si de un hallazgo se tratara, que hay mucho más que aquello que nos aflige, que el horizonte es infinito, y que a pesar del cansancio de tanto remar, siempre habrá una nueva orilla esperando por nosotros.

Cuando pensaba en todo esto llegué a mi casa, y sobre la mesa del comedor un libro de una amiga que me lo había prometido. Los amigos han estado ahí, como guardianes, impidiendo que el alma se corrompa de tanto malestar. Se trata de “El espíritu de la esperanza”, del filósofo coreano alemán, Byung Chul Han. Y en la primera página una dedicatoria: que la esperanza sea nuestro mantra, no se puede perder. Voy a la contratapa y leo la reseña del ensayo: de la desesperación más profunda nace también la esperanza más íntima. La esperanza nos abre tiempos futuros y espacios inéditos, en los que entramos sonando. De eso se trata. De resistirse, con inteligencia y porfía, para que no nos amarguen el alma.

____________________________________________

Por Matías Carrasco.

Estándar

2 comentarios en “QUE NO TE AMARGUEN EL ALMA

Replica a Loreto Barnett P. Cancelar la respuesta