Esta mañana, camino a mi oficina, escuché en el podcast Psicoanálisis para tiempos inciertos a la sicoanalista y escritora, Constanza Michelson. A ella la conozco poco, pero la conozco. Sé quién es. No he leído sus libros, pero sí algunos de sus textos y columnas. Confieso que me cuesta a veces entenderla. Pero esta vez sí lo hice. Ocurre que hay personas que no entiendo pero que de pronto ofrecen un claro y se dejan ver. Me pasó con Hannah Arendt. Intenté leer La condición humana, pero no pude pasar de la tercera página. Pero su ensayo, Eichmann en Jerusalén, fue un hallazgo claro y valiente. La asociación no es casual. Lo que dice Michelson en el podcast se acerca mucho a lo que plantea la filósofa alemana en su libro: la irreflexión puede causar más daño que todos los malos instintos inherentes a la naturaleza humana. Es decir, si no somos capaces de mirarnos con apertura y pensamiento crítico, estamos fritos. También podríamos convertirnos en una bestia, en un tipo funable o en un criminal.
Michelson señala, entre otras cosas, que vivimos en una crisis mimética, en la lógica del linchamiento y la cancelación. Es como si necesitáramos hacernos de un monstruo, de otro (siempre un otro) malvado, y exacerbarlo, y apuntarlo, y hacerlo añicos en redes o matinales, para expiar nuestras culpas, nuestro malestar, y sentir alivio. Es el Cristo crucificado encarnando todos los males del mundo. O más claro, es la escena de los hombres queriendo apedrear a una prostituta y un Jesús desafiante invitando a aquel que esté libre de pecado a que tire la primera piedra. Y según cuenta la biblia, los hombres se fueron retirando, uno a uno, partiendo por los más viejos. Algo les pasó. Tuvieron que haber sentido la hipocresía de su acto. Que algo no andaba bien. Pero es esto último, ese momento de lucidez y reflexión, el que ha desaparecido del mapa. Es como si traídos a esta época y frente a la interpelación de Jesús, los hombres hubieran torcido por unos segundos la cabeza para luego lanzar todas las piedras que alcanzaron a agarrar en contra de la mujer, sin piedad.
El problema es que esa dinámica irreflexiva, exagerando al malo siempre frente a nosotros, cediendo a la pulsión de hacerlo puré en el whatsapp o conversaciones de sobremesa, nos exime de nuestra propia responsabilidad. Y eso es gravísimo, dice Constanza. Nos ahorra la posibilidad de decir “yo fui” o “yo no soy mejor que ese que estamos cancelando”. Nos impide rectificar nuestra posición en el mundo y crecer, enfatiza.
Sé que este es un asunto jodido. Hay muchas cosas que se nos cuelan y otras que nos resistimos a mirar. No es fácil alumbrar nuestra parte de noche. Tampoco, detenerse y pensar antes de tirar la piedra, de repetir la consigna, de insistir en la lógica de víctimas y victimarios, o de seguir a la tribu, así, sin más. Pero hay que intentarlo. Hay que terminar con el exilio de la reflexión. Es importante el contrapunto. Debe volver el hombre y la mujer rebelde. El adulto, el responsable. Es la única forma de avanzar hacia ese Chile mejor que reclamamos con una mezcla de rendición y de esperanza.
Mi perro cazó un ratón. Lo cazó y le dio muerte. Lo cazó, le dio muerte y lo dejó con su panza abierta, y unas cuántas tripas asomándose. Lo había hecho antes. Pero eran apenas unas lauchas y con técnicas menos cruentas. Este era más grande y la escena más escabrosa. Abandonó su cuerpo en la terraza, como una ofrenda, justo afuera de mi pieza. A mi señora no le gusta que nuestro perro ande matando ratas. Las prefiero en los árboles, sobre los cables, pero no tumbadas y con sangre, me dice. A mí me da asco, pero tampoco tanto. Lo más repugnante es tomar el cadáver y meterlo en una bolsa. Le pedí a mi hijo que me ayudara. Él abrió la bolsa y yo, entre que miraba y no miraba, intentaba agarrarlo con una pala evitando la huida de los intestinos. Vi su cuerpo tieso sobre el metal y la cola, esa cola, esa pelada y larga cola, declinando. Ojalá ese trámite lo hiciera el Teo, nuestra mascota, el homicida, pero no es el caso. Mi mujer lo retó. Mi mujer lo hizo dormir afuera. ¡Qué nadie lo toque! Mi mujer lo llevó al veterinario e inició un metódico ritual de desinfección. A mí me dio un poco lo mismo. Lo felicité en silencio. Bien hecho, le dije. Mejor un ratón muerto que vivo y adentro de la casa. Él me escudriñaba con sus ojos oscuros, confundido. Con mi hija más chica quisimos nombrar al difunto. No queríamos que se fuera así, de repente, de un solo mordisco y en el olvido. Lo llamamos Rodolfo. Fue idea de ella. El bicho tenía buen porte, y un pelaje suave y gris. Murió con el hocico abierto dejando ver pequeños y filudos colmillos. Adiós, Rodolfo, y lo ubiqué en una bolsa negra junto al portón. Discutimos con mi hijo mayor sobre el desprecio a los ratones. ¿Por qué? Porque son cochinos, papá. No. No basta. No es solo eso, repliqué. Las moscas también son cochinas y nadie da un grito o comienza a dar saltos en puntas de pie cuando ve una zumbando en el aire. Googleo. Descubro que en 1909, Freud documentó el caso de “El hombre de las ratas”. Se trataba de un joven abogado vienés, de 29 años, aquejado por una neurosis obsesiva y fantasías terribles sobre sus seres queridos. Y en la mitad de todo eso, el miedo a los roedores. Pobre tipo. Después de nueve meses, Sigmund concluyó que el asunto de las ratas estaría asociado a conflictos inconscientes relacionados con su padre, e impulsos sexuales y agresivos reprimidos. Todo muy freudiano. El sujeto se curó. Es un pésimo resumen, lo sé, pero da ciertas pistas. Tal vez los ratones sean algo así como el inconsciente colectivo. Por eso andan deambulando en la sombra o en las alcantarillas, en lo profundo, donde nadie los ve. Cuando merodean a la luz de día, dicen, es porque están a punto de partir de tanto veneno que llevan dentro. Es el inconsciente aturdido. No sé por qué escribo todo esto. La imagen de un roedor destripado trae lo suyo. O tal vez sea constatar, simplemente, que vivimos en medio de ratas, de perros que cazan ratas y de cosas que salen de su sitio. Y que eso, a pesar del asombro y la extrañeza, está bien.
En el día de la madre fuimos con mi familia a almorzar donde mi cuñada. En el acceso a su condominio, una mujer joven que hacía de guardia detuvo nuestro auto para consultar nuestros datos. ¿Usted es mamá? le pregunté (quise saberlo para saludarla en su día). Tengo un gatito, me dijo sonriente. Ah, entonces no es mamá, respondí. Un gatito está bien, hay que querer a los gatos, pero no es lo mismo. Ella hizo una mueca y subió la barrera. Mi esposa, al lado, me dio una mirada como de resignación. Mis hijos, atrás, reclamaron. Por qué papá, por qué.
Es que ser madre y padre no es cualquier cosa. Yo tengo dos perros. Les doy comida, recojo los desperdicios que dejan en el jardín y me acompañan en una caminata larga dos veces por semana. En oportunidades, muy de vez en cuando, dan problemas. Peleas con otros perros, enfermedades pasajeras, y no mucho más. La mayoría de las veces se muestran cariñosos y alegres, te reciben moviendo la cola, dan lengüetazos de afecto, y, además, cuidan la casa. Comparar todo eso con la tarea de ser padres es, simplemente, un despropósito.
Recién casado, apenas unos pocos días viviendo con mi señora, tras una discusión cotidiana me pregunté “¿en qué me metí?”, pero se me pasó rápido. Tras el nacimiento de mi primer hijo, con una semana de vida, en plenas fiestas patrias, mientras todos celebraban, él rechazaba la leche de su madre y no paraba de llorar. Me acuerdo mirando por la ventana la copa de los árboles y volver a preguntarme, “¿en qué me metí?”, pero esta vez me abordó una especie de terror, de vértigo, el escalofrío en la espalda y la sensación de algo (¿un compromiso? ¿un lazo? ¿una situación?) inquebrantable. Eso es ser papá.
El terror se me pasó, pero sigue estando a la vuelta de la esquina. No es que uno viva con eso a flor de piel, pero basta una enfermedad, un llamado en la noche, una caída fea, una expresión triste y duradera, para que salten todas las alarmas, y vuelva esa especie de abismo, de estar sentados en la punta de un farellón, porque no queremos que sufran, porque no queremos que nada malo les pase, porque no queremos que los hieran, porque no queremos ni imaginar (¡Dios nos libre!) qué sería la vida sin ellos. Esa fragilidad, esa débil escarcha, también es ser papá.
Me entretiene estar con mis hijos. Cuando eran más chicos me arrancaba en un “uno a uno”. Es una práctica que recomiendo. Con el más grande nos fuimos a acampar solos, en un par de oportunidades, al norte. Hicimos fuego en la noche, vimos un lobo de mar muerto en la arena y camino al puquén, en Los Molles, me hablaba animadamente de maincraft y juegos de guerra. Con la del medio, pasamos un fin de semana increíble en los cerros de Valparaíso. Recorrimos la bahía en bote, fuimos a la casa de Neruda, al museo de las marionetas y bailamos al compás de una batucada improvisada en la calle. Y la más pequeña, amante de los animales, prefirió una visita al Buin Zoo, una foca de peluche e ir a un restorán para comer pollo con papas fritas. Ahora que son adolescentes, me gusta acompañarlos en sus cosas y ayudarlos a que desarrollen su propia y genuina identidad. Con la de 11 fuimos al recital de Olivia Rodrigo (buenas canciones). Con la de 14 iremos al concierto de Kidd Voodoo (un cantante urbano que he aprendido a apreciar) y con el mayor ya es tradición “la ruta de la hamburguesa”, que ocurre coincidentemente cuando hay lentejas en casa. Eso, también es ser papá.
A veces no los queremos ni ver. Es cierto. Ellos están insoportables. Nosotros, cansados. Ellos y nosotros estamos insoportables. Hay peleas, portazos, palabras que hieren. Ponemos límites y ellos no quieren ninguno. Tirar y aflojar. Cerca y lejos. Todo un arte. Agotador. Nos equivocamos y nos vamos a equivocar. Factos. Ellos también lo harán. Factos. No hay cómo. La vida es así. Y en medio de todo eso, del abismo y de la belleza, del miedo y de la alegría, están sus voces, delgadas o gruesas, llamándote, pidiéndote, nombrándote, sabiendo que estás ahí, al pie del cañón, y que pueden, pase lo que pase, contar contigo. Y eso, más que nada en el mundo, es ser papá.
Cuando camino por la calle veo gente que lee. Veo gente que lee y que fuma marihuana. No digo que la gente que veo leyendo esté, al mismo tiempo, pitando marihuana, sino que veo gente que lee y otra fumando hierba. Me pregunto por qué lo hacen. Los que fuman marihuana a la vista de todos, ¿no les da cosa hacerlo? Tal vez me esté volviendo viejo. En mi época no se podía. O quizás, tenga razón en levantar una ceja, y se trate del empobrecimiento del espacio público y la convivencia. Qué mal. Vuelvo al comienzo. Veo gente que lee. Es poca, pero aparecen de vez en cuando como personajes singulares. Algunos lo hacen llevando el libro con una sola mano, y otros, lo toman con las dos. Hay que tener cierta destreza. Andan a su ritmo, absortos en lo suyo, vaya a saber uno en qué historia. Los peatones los pasan por el lado, con audífonos, el rostro serio o enredados en sus pantallas. Y la gente que lee, ¿qué leerá? Intento descifrar el título mirando disimuladamente, pero nunca lo logro. Llevan el libro abierto y en un ángulo que hace muy difícil dar con el nombre del texto. Además, tienes apenas unos segundos para intentarlo. En el Metro es distinto. También uno se topa con gente que lee. Son escasas, pero existen. Y allí, en los vagones, el juego se hace más fácil. Las personas van detenidas, sentadas o de pie, y uno tiene tiempo para hacer algunas contorsiones, siempre con sigilo, y llegar hasta el título del libro. Una vez vi a una mujer leer “Middlesex” de Jeffrey Eugenides. Una joya. Al bajarme, le comenté al pasar “tremendo libro” y ella sonrío. Fuimos cómplices fugaces.
No sé qué diablos tienen los libros. Desde luego entretienen, nutren, y leer una buena pluma es algo así como hincarle el diente a una cereza que cruje u olfatear la piel de un recién nacido. Pero hay algo más. En una charla para Puerto Ideas el rector, Carlos Peña, hablaba de este asunto. Decía que con la literatura somos capaces de imaginar otras vidas posibles, de comprender el sufrimiento ajeno, y de ahí, el propio. “Cuando lees Crimen y Castigo, y sientes la culpa de Raskolnikov, no es la culpa de Raskolnikov la que sientes, sino la propia, despertada por el texto (…) Uno lee para asomarse a la propia vida”. Por ahí va la cosa.
Cuando uno lee una buena novela aparece, a la intemperie, el ser humano. Está el que ama, el arrojado, el exitoso, el hombre bueno, pero también, el ambiguo, el complejo, el que daña, el mediocre, el infiel, el que teme, el que no tiene ni un lugar en el mundo. Y a veces son la misma persona. En la literatura (y también en el buen cine) se muestran las miserias del hombre y de la mujer, las mismas que intentamos ocultar en una sociedad moralizante. Por eso leer es una práctica que nos conecta con lo que somos y acompaña. De alguna manera, al hundirnos en las historias que se relatan ante nuestros ojos, consuela saber que no somos los únicos habitantes pencas pisando sobre esta tierra ni los únicos azotados por el infortunio. Y aunque se trate de ficción, aquellos personajes son mucho más reales que el liquidámbar que se agita allá afuera, justo al lado de esa banca en donde un muchacho, atrás de una pequeña nube de humo, fuma afanosamente un cigarro de marihuana.
En esta Semana Santa me he visto apartando los ojos de Jesús y poniéndolos sobre los hombres que fueron crucificados junto a él, uno a la derecha y el otro a su izquierda. Mal que mal, tras el cruento episodio de la cruz, Cristo se convirtió en una figura reconocida y venerada en buena parte del mundo, con una fama que ha durado más de dos milenios y una chorrera de pinturas, textos, ceremonias, estatuas, monumentos, una Iglesia multitudinaria, y un cuánto hay erigido en su nombre. De alguna manera su muerte, el sacrificio, tuvo sentido. Para los creyentes, su cuerpo agujereado redimió los pecados del mundo. La resurrección enseña que hay una vida plena, un jardín sin quebrantos, esperando al otro lado del río fúnebre. Su final es un testimonio, un precioso relato literario, sobre el perdón, la hipocresía de los hombres y mujeres, la cobardía de Pilatos, el triunfo de la vida sobre la muerte, y la oportunidad, siempre presente, de la primavera. Pero de los otros, los dos tipos clavados en el Gólgota, poco o nada se sabe.
Releo los evangelios. Apenas hay algunas reseñas. Los llaman malhechores o ladrones. ¿Qué habrán hecho? ¿Qué habrán robado? En Lucas hay una narración algo más detallada. Dice que hay uno que se burlaba de Jesús y lo desafiaba a salvarse a él y, de pasada, también a ellos. Y el otro reprochó a su compañero, el bandido, advirtiéndole que ellos estaban pagando por lo que habían hecho, pero que Jesús no había hecho nada malo. Luego le pide al Mesías que se acuerde de él cuando entre en el Reino. Y Jesús le prometió que ese mismo día estaría con él en el paraíso. Décadas después, se hablaría del ladrón bueno y del ladrón malo. Ni si quiera se los nombra en la biblia. No sabemos cómo se llaman. Investigo. Me entero que en el año 130 D.C, en el evangelio apócrifo de Nicodemo, se les menciona como Dimas y Gestas. ¿Será cierto? A veces pienso que su aparición en la biblia estaría para ensalzar, en la hora última, otra vez, la integridad de Cristo.
Juan entrega un dato interesante. Dice que tras la crucifixión y para evitar dejar los cuerpos exhibidos en el sábado de Pascua, mandaron a acelerar el trámite. A los ladrones les quebraron las piernas. ¿Habrán estado vivos aún? ¿Habrán gritado? Cuánto debe doler eso. A Jesús, que estaba muerto (de eso sí hay registro) le clavaron una lanza en el costado de donde salió sangre y agua.
Ahora me pongo en el lugar de los familiares y amigos. El Nuevo Testamento cuenta que a Jesús lo acompañaban un grupo de mujeres de Galilea, además del apóstol Juan, María, su madre, y María Magdalena. Ellos miraban el horror a los pies de la cruz. Jesús también tuvo que haberlos visto. De hecho, dedicó unas breves palabras a Juan y a María. Pero los ladrones, ¿habrán tenido compañía? Seguro estaban también sus padres, hermanos, amigos, aterrados entre la muchedumbre vociferante que, con una moral con olor a pescados olvidados al sol, parecía gozar de la fiesta mortuoria. ¿Cómo decir, cómo defender, cómo animar en medio del tumulto bravío? ¿Habrán sentido vergüenza? ¿Impotencia? Tuvieron que haber sufrido lo indecible con sus hijos machacados, quebrados, expuestos a la barbarie.
El cuerpo de Jesús lo reclamó José, un buen hombre de Arimatea. Junto a otros lo envolvieron en una sábana y lo dejaron en un sepulcro nuevo, donde nunca nadie antes había sido enterrado. Al día siguiente un grupo de mujeres fue a visitar la tumba y se encontraron con la roca corrida y el milagro. Lo demás es historia conocida. Y a los otros, ¿los reclamaron? ¿los cubrieron con una sábana? ¿dónde los dejaron? ¿en una fosa? ¿los habrán abandonado? Nada se sabe.
La muerte trágica de Jesús tuvo sentido y de eso todos han hablado durante siglos. Pero cuando el infortunio, el dolor, la cruz recae sobre los que nadie o pocos ven, sobre los que no se tiene memoria, ni cuadros, ni Iglesia, ni esculturas, cuando parece ser un sufrimiento sin significado, qué decir, qué decirles a ellos y a sus deudos. Me acuerdo de una frase de Albert Camus en su libro La Peste, de dos tipos hablando sobre la creencia en los santos, y uno de ellos señala: “no tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”.
Esta Semana Santa aparto los ojos de Jesús y los pongo sobre los ladrones, porque sé que en ellos también hay verdad, tal vez la más incómoda, la de recordarnos, en estos tiempos rudos, que al igual que todos los hombres y mujeres sobre la faz de esta tierra nos equivocamos y hacemos daño, cargamos cruces y sombras y no por eso merecemos el desprecio, el salvajismo y el olvido.
Los adolescentes están abandonados, me decía un sicólogo tomando una taza de café. Había llegado en bicicleta y la tenía estacionada justo al lado de la mesa en donde conversábamos un cortado y un mocaccino. El sol me pegaba en los ojos. Tuve que acomodar mi silla junto a él. Yo atiendo a unos cuantos adultos, pero el resto son adolescentes, continuó. Pero nadie está muy dispuesto a trabajar con ellos porque además de cargar con sus conflictos hay que cargar con los papás. Pero yo me llevo bien con los padres, lo dijo tras unos anteojos oscuros. Un sicoanalista argentino, prosiguió, me convenció que los adolescentes eran una joya. Que había que aprender a mirarlos, a ponerse en sus zapatos y a recordar que también fuimos un embutido de hormonas, metidas de pata, cambios de ánimo e impulsividad. Se inclinó hacia atrás y cruzó los brazos. Hoy se les mide con la vara y severidad de los adultos, me atreví a decir. Y eso, además de ser una hipocresía flagrante, es injusto. El tipo asintió con la cabeza. Y lo que es peor, me aventuré, es que olvidamos que son menores de edad formándose en un mundo tan extraño, tan tecnologizado, tan distinto al de otras épocas, que ni siquiera los adultos somos capaces de asir con propiedad. El hombre asintió otra vez. Luego conversamos sobre literatura. Ambos compartimos el gusto por escribir y leer. A veces les escribo cartas a mis pacientes, dijo. Nunca se enterarán, pero son textos pensando en ellos. Escribí uno que se llamó El pequeño boxeador. Era un cabro que le gustaba agarrarse a combos pero el enano era exquisito. Es que somos esto y aquello, me diría una mujer, días después, a la que le contaba esta historia. En esa oportunidad no era un café el que estaba sobre la mesa, sino un buen Carmenere, unas copas de apperol y un ceviche de camarones. Esto y aquello, arremetió la mujer mientras encendía un cigarrillo. Me gustó esa frase. ¿No somos todos, de alguna manera, esto y aquello, exquisitos y carajos a la vez? ¿No habita en cada uno ese contraste, esa ambigüedad? Hay muchos ojos sobre los adolescentes, dijo el marido de la mujer con la espalda apoyada en la muralla, pero no para entenderlos sino para juzgarlos y culparnos de lo que estamos haciendo mal. Esta semana salió una carta en El Mercurio, advertí, de una profesora que exponía frases agresivas, insultos, agravios de adultos en Linkedin hacia la figura del Presidente de la República. Muchos de ellos y ellas, con títulos de CEO y de empresas reconocidas. Y luego nos preguntamos por qué tanta violencia en las salas de clase, rezaba la carta. Es hora de cuestionarnos quién modela y cómo modelamos. El cambio debe empezar por nosotros mismos, concluía la maestra. Parte del problema está en los adultos, se incorporó mi esposa mientras saboreaba una cucharada de sopa. A veces miramos a los adolescentes desde heridas o frustraciones sin resolver, tiñendo nuestras reacciones que se vuelven, a ratos, desmedidas y fuera de cuadro. Camino a casa, algo puesto, recordé la frase del libro Cerebro Adolescente de Frances E. Jensen: son como ferraris sin freno. Y es bueno saberlo. No para tener sobre ellos un trato complaciente o repleto de restricciones, sino para conocerlos, para estar cerca, para fijar límites, para ponernos en sus cuerpos torpes, en sus cabezas revueltas y difusas, en sus ojos y en sus oídos, en sus arranques vehementes, para entender, para intentar entender al menos, y comenzar a disminuir esa brecha que se ve tan grande entre padres y adolescentes, y que sepan que también tuvimos 14, 16 ó 18, y que estaremos ahí en las buenas y en las malas, sobre todo en las malas, cuando caigan feo, porque los queremos y porque al igual que ellos somos y seremos, aunque nos cueste admitirlo, esto y aquello.
Con mucha alegría comparto con ustedes, fieles seguidores de las tortugas que hablan, el pronto lanzamiento de mi segunda antología de cuentos. Luego de la publicación de El loco paraíso (editorial Ril, 2019) y del cuento infantil Caracol (independiente, 2023), durante marzo hará su aparición Faustino (editorial Trayecto), una selección de 20 relatos absurdos, ingeniosos y humanos.
A partir de hoy la editorial está haciendo una preventa a $11.990 (el precio en librerías será de $13.990). Para quienes se interesen pueden comprar en el siguiente link: https://editorial-trayecto.cl/producto/faustino/ . El libro físico les llegará a partir de abril.
Finalizada la preventa (a fines de marzo), el libro podrá ser adquirido en librerías y buscalibre.
Como muestra, les dejo un cuento (atingente a estos días) que es parte de Faustino.
Un abrazo grande y gracias, muchas gracias, por leer
Le he enviado ya dos cartas la última semana. Son las mismas que le mandé las semanas anteriores, y los meses que ya pasaron. No se tome la molestia de ir a ver de qué se trata. Imagino que deben llegarles cientos, miles, todos los días, para que vaya usted a la bodega de cartas, a la carpeta de cartas, a la despensa de cartas, o como sea, a buscar las mías y entender de qué le hablo. Usted no se preocupe. Yo le recuerdo. La primera era sobre el cabrito que va a ir a cantar al Festival. De ese muchacho de pelo militar y visos amarillos que canta puras porquerías. Johan, le dicen. Tiene que haberlo escuchado. Lo suyo es el sexo, las drogas, las mujeres y el dinero. Canta como si tuviera ganas de ir al baño o como si estuviese, en ese momento, en el baño. Tiene una voz como a la fuerza y un ritmo que se repite. Pum pa pum pam pum, pa pum pa pum, pa pum pa pum. Los pantalones los lleva a media asta y en la línea del poto, al final, tiene el tatuaje de una cruz invertida. Para qué le digo cómo habla. Las palabras las arrastra como si fueran sacos de leña y lo poco que se le entiende es una sarta de garabatos. ¿Ha escuchado usted las letras? ¡Son para morirse! Abre la caleta (eta, eta), cómete el pescao (yera, yera) / pierna p’allá, merca p’acá, y los fierros, tussi, tussi, tussi ta / seguimo´ haciendo dinero, criminal, criminal. El padre Jiménez piensa que es la ausencia de Dios. Dice que cuando el Altísimo es olvidado bajo la cola del demonio (así me lo explicó, incluso hizo el gesto con las manos, como tapando algo con una manta), la sociedad comienza a marchitarse como un cactus en el desierto. No sé si se marchitan los cactus en el desierto, señor director, pero se lo cuento tal cual me lo dijo el padre Jiménez. Y a mis años, he visto cómo se van marchitando las cosas, y lo único que falta es que se seque también la juventud. A mi nieto le conté de Johan y levantó los hombros. Le pregunté si estaba al tanto de la polémica, y volvió a levantarlos. ¿Has escuchado alguna canción? Tetona, me dijo. ¿Se da cuenta? Este tipo es una pésima influencia para los jóvenes. A las mujeres nos trata como si fuéramos un objeto (y a estas alturas eso ya no se resiste, antes sí) y todo es plata, plata, plata. Exhibe. Se ufana. Aparenta. Muestra sus colgajos de oro, sus anteojos de oro, sus anillos de oro, su reloj de oro. Lo único que falta es una dentadura completa de oro (alguna vez lo vi en una película, señor director). ¿Qué ejemplo es el que está dando? El de muchachos que solo se interesan por tener más y más dinero, y no contentos con eso, tienen que exhibir sus autos, sus zapatillas y sus armas, como si fueran un trofeo. ¿Ha visto las armas con las que aparecen? ¡Unos verdaderos pistolones, señor director! Si esto se convirtió en el lejano oeste. Dicen que estos cabros están enredados en el narcotráfico, y yo les creo. He leído las cartas del señor Sandoval, ese de la universidad. ¡Qué hombre más brillante! Dice que lo de Johan es, lisa y llanamente (con esas palabras), una oda al estilo de vida de los maleantes. Que si lo dejamos pasar, la cultura narco se nos va a meter hasta por las orejas. Que debemos sostener la ola como si fuésemos una represa de valores y de coraje. ¿Y quieren llevar todo eso al Festival y más encima con fondos públicos? ¡Cuándo se ha visto semejante disparate! Por eso le escribo en mi carta, la primera, que hay que impedir, como sea, el arribo de Johan al escenario del Festival, cueste lo que cueste. El cueste lo que cueste debiera ser leído como un parelé, como una advertencia, que se me note enfadada. ¿Se alcanza a apreciar, señor director, o tiene que ir entre signos de exclamación? ¿Qué cree?
En la segunda carta, esa que le envié hace un par de semanas, pido que dejen cantar a Johan en el Festival. No me diga nada. Sé que parece una contradicción, pero consistente, consistente, nunca he sido. A Sergio, mi marido, siempre le dije: a mí no me mires, porque ejemplo no soy. Parezco tan influenciable. A veces voy para allá, y luego me devuelvo. Tal vez sea debilidad o compasión. ¡Pero es un niño, señor director! ¡Si hasta frenillos tiene! ¿Cómo no lo van a dejar cantar? He pensado en el asunto. Quizás el muchacho sea eso que llaman la punta del iceberg o la mata de la zanahoria. Usted entiende. El problema está al fondo, mucho más abajo que él. Y de lo que estamos hablando es de sus visos rubios asomándose por la superficie. No tiene la culpa. El cabrito canta lo que canta porque creció en esa basura. ¿Qué esperan? ¿qué toque a Chopin? Al final de la misa del domingo me acerqué al padre Jiménez. Mientras doblaba la sotana en la sacristía, le dije que me había quedado dando vueltas eso de la ausencia de Dios. Si Dios está ausente, comencé, es en lugares en donde crecen estos cabros como el que va al festival. ¿Ha visto usted esos barrios por televisión? Feos, abandonados, marchitos, como sus cactus (el padre inclinó levemente su cabeza a la derecha). Si Dios me deja en un lugar así y después se manda a cambiar, yo le juro padre (no jure, me advirtió), le prometo, que en un rato estoy cantando Tetona con un revolver en la mano y una cruz en el poto. Voy a rezar por usted, fue lo único que me respondió mientras colgaba la estola de un gancho. Yo lo dejaría cantar, señor director, al menos, un par de canciones. Tetona y otra más. Tal vez sea la oportunidad que nunca le han dado. A Sergio no le gusta la idea. Me dice que tenerlo ahí, en horario prime, a la vista de todos, es una pésima influencia. Entonces le dije que apagara la tele, que dejara de ver esa porquería. ¿Acaso Coppola es una buena influencia con El Padrino? Yo no sé, señor director, pero me parece que a veces se exagera. Sandoval, el tipo de las cartas, pensándolo bien, ya no me resulta tan brillante. ¿Qué sabe él de todo este asunto? Nosotros los viejos debiéramos tener una mirada más reposada de estas cosas en vez de andar por ahí dictando cátedra y mandando a construir represas de moral. ¿Qué se cree este caballero? Y estos son los Sandoval de La Serena, yo los conozco, porque eran vecinos de mi tía Cecilia, y bien portados no eran. Nadie está libre de pecado para andar lanzando todas las piedras que le han tirado a este chiquillo. Yo lo abrazaría, señor director. No a usted, que no se entienda mal, sino que a Johan. Le juro que lo apretaría contra mi pecho y olería sus visos hediondos (seguramente no se bañan estos cabros) y le diría que ya, que ya va a pasar, que se quede tranquilito no más, que yo voy a hacer lo posible para que cante, pero que cante bonito, sin tanto garabato, y que bueno, si se le sale alguno que no importa, que está bien, que a todos se nos escapa una grosería de vez en cuando, pero que trate, que intente no decir tantos, porque hay niños mirando, porque a Sergio no le gusta, y esa cuestión de las drogas, que también, que las deje, que no fume, que le puede poner los dientes feos, y si se los está enderezando que le va a hacer mal, que ponga de su parte, que vaya a misa, eso, que vaya a misa, que le pida a Dios por él y por su mamita (¿ha visto cómo le da besos en la boca a su mamita?), y que no le dé besos en la boca a su mamita, que se ve raro, que no está bien, que es una mala costumbre, y lo volvería a apretar, y le diría chiquillo lindo, chiquillo lindo, así, dos veces, y lo soltaría al fin y le diría que me espere un minuto, e iría a mi pieza (porque todo esto sería en mi departamento), y sacaría de mi velador la cadenita y el escapulario que me regaló la abuela Chepa, y volvería y se lo entregaría en las manos y le diría que se cuide, que se porte bien, y que cuando se suba al escenario del Festival, que se ponga la medallita entre todos sus colgajos, que lo va a proteger, y que cuando cante Tetona, haga como un gesto, como que se lleve la mano al escapulario, y yo entenderé que es un cariñito para mí, y me pondré contenta, porque me saludó, porque está en la tele, y porque lo veo a él, feliz. Todo eso me imagino, señor director. Por eso le pongo en mi segunda carta que lo dejen ir al Festival. Por amor a Dios, dejémoslo cantar, así cierro el texto. Pero no tengo muy claro si es por amor a Dios o por amor de Dios. Sergio me dice que da lo mismo (a él todo le da lo mismo), pero yo no sé.
Le pido que considere las dos cartas que le he enviado, señor director. Sergio me dice que lo deje, por dignidad, que me debe creer loca. Pero entre tanta lesera que lee usted se dará cuenta que lo mío no es locura, sino el afán de dar y recoger, como pescadores en la orilla. Si no le molesta, quería hacerle una sugerencia. Yo que usted, publicaría la primera carta, la de cueste lo que cueste, este sábado. Y la segunda, la del amor a Dios, el domingo. La del sábado le pondría como título Johan 1, y la siguiente Johan 2. Es posible que la gente no entienda esto del cambio de opinión. No todos tienen que pensar como uno. Quizás sería bueno escribir una tercera carta (Johan 3) explicando esto de ir y venir. Esa se la podría enviar el jueves por la tarde.
Bueno, señor director, tengo que hacer. Sergio me está jodiendo la pita con el desayuno, y usted sabe cómo se ponen los hombres cuando tienen hambre. Y si son viejos, tanto peor. Le dejo el encargo de las cartas. Y si se le vuelve a olvidar, no se preocupe, yo le recuerdo mañana.
El ejercicio del periodismo está experimentando cierta decadencia. Está bien que los tiempos cambien y con ello las formas, pero eso no quiere decir que las cosas deban ir pendiente abajo. Cuando estudiaba en la universidad, en un edificio céntrico de patio duro, entre fotocopias y hot dogs que se calentaban en el microondas de un casino discreto, el periodismo se hacía de otra manera. Por esos años se enseñaba la pirámide invertida y existía todavía una inclinación por practicar, o esforzarse en ello, una mirada objetiva de la noticia. Buscar la verdad era una tarea importante que le daba peso a la labor. Los periodistas eran mediadores entre los hechos y la audiencia, y transmitían con formalidad, exagerada a veces, los acontecimientos del día.
Era un oficio serio que se ejercía sobriamente. Se entendía que la noticia era el foco de interés y se le trataba con cuidado, a la altura del rol social que por esa época le cabía a la profesión. Se jugaba en una cancha con reglas intransables: investigar, salir a la calle, pasar horas en la biblioteca, ir directamente a las fuentes, cotejar versiones, confirmar datos, ser responsable, evitar los adjetivos cuando se trataba de informar. Quienes lograban cierta notoriedad era por la calidad de su trabajo, por los puntos de vista que planteaban, por las preguntas que hacían, por la capacidad de generar conversaciones de valor, o bien, por transmitir una noticia con datos y detalles que permitían hacerse una idea ponderada de la realidad.
Pero hoy el asunto es muy distinto. La irrupción de las redes sociales y el afán por lograr fama y reconocimiento ha hecho que buena parte de los periodistas (no todos, para ser justo) cambien el orden de los factores. Algunos, principalmente de televisión, dejaron de ser mediadores, prolijos y templados, entre la noticia y el público, para convertirse en protagonistas, la mayoría de las veces estridentes y ruidosos. Opinan de todo, con tono moral y justiciero, y lo hacen muy pendientes de las tendencias predominantes, corrigiendo sus discursos cuando el viento corrige también su dirección.
Periodistas, hombres y mujeres, se afanan por convertirse en celebridades. Tienen redes sociales y publican allí selfies, selfies y más selfies. Se hace muy difícil encontrar alusiones a hechos relevantes o contenidos noticiosos de interés. Es más, no solo se aprecian sus cuerpos y mascotas, sino también las marcas que representan. Hay de todo. Menciones a productos gourmet, chocolates, malls, autos, aplicaciones, insecticidas, lo que se le ocurra. ¿Se puede ser libre en el ejercicio del periodismo con tanto compromiso comercial? ¿Es posible buscar la verdad cuando se está tan preocupado de velar por la propia imagen? ¿Es factible plantear con coraje un contrapunto a la opinión dominante -clave para la discusión pública- cuando se tienen tan en cuenta las reacciones de twitter (hoy X) y las redes sociales?
Se insistirá en que el mundo cambió y el periodismo también. Que hoy la opinión tiene más valor y que es importante estar cerca de la gente e interactuar con ella. Suena bien, pero eso no es cierto. No del todo. Lo que hay detrás del fenómeno de “periodistas rockstars” es un narcisismo que siempre ha existido pero que hoy se exacerba en años de hiper comunicación y digitalización. Hay un culto a la propia personalidad. Lo mismo está sucediendo, con alarma, en la política.
Lo preocupante es que, por alimentar el propio ego y las ganas de figurar, se va perdiendo el rol fundamental del ejercicio periodístico, que es, entre otras cosas, entregar información veraz y de calidad que contribuya a una opinión pública más preparada y a un debate social de más espesura para un Chile mejor. Y cuando eso se olvida, esa sí que es una mala noticia.
De vez en cuando me acerco a mi señora para compartirle un hallazgo. Son cuestiones triviales, absurdas a primera vista, pero que a mí me caen como si fuese un tejazo en la cabeza. El último de mis descubrimientos fue hace un par de años. La vida es con dificultad, le dije. Ella tuvo que haber estado haciendo otra cosa. Cualquier cosa. Seguro la interrumpí. Que la vida es con dificultades, insistí. ¿Me estás hablando en serio? preguntó con una mezcla de asombro y risa. Es en serio, repliqué. Acabo de descubrirlo.
Llegar a concluir ya cerca de los cincuenta que la existencia es con problemas parece, realmente, una estupidez. Y si no lo es, está cerca de ser una ofensa a la razón. Vengo escuchando a mi suegra decir que la vida no es fácil hace más de 25 años y si de algo sirve admitirlo, mi propia historia ha tenido también sus buenas sacudidas. Pero, aun así, con toda la evidencia sobre la mesa, entendí hace muy poco que la vida es con tropiezos.
Conociéndome no es algo tan insólito. He transitado buena parte de mis años tomado del pasamanos, intentando mantener todo en orden, siempre por la misma ruta, prefiriendo lo conocido, malazo para probar, eligiendo habitualmente, con pocas excepciones, helado con sabor a chocolate suizo, lomo liso cocido a tres cuartos, pizza con cebolla, pimentón y aceitunas, y vino carmenere. Cualquier imprevisto, cualquier accidente que me aconteciera, todavía cuestiones sin mayor relevancia, una pana en el auto, cañerías tapadas, una citación al juzgado, una gotera en el comedor, o una inflamación sospechosa en cualquier parte del cuerpo, encendía todas mis alarmas y me ponía aún más ansioso de lo que soy. Cualquier oleaje en mi tranquila orilla me ponía rígido, obsesivo, hasta que lograba calmar, otra vez, las aguas. Podría decirse que me esmeraba por mantener una vida al margen de cualquier vicisitud. ¿Existe algo así?
Por eso, aquel día en que comprendí, como si fuese una iluminación, como Pablo arrojado al suelo desde su caballo, que la vida es con dificultades, comenzó para mí un mundo nuevo. Está bien, exagero, pero estoy mirando las cosas desde otra perspectiva. La literatura, la buena, ayuda mucho en esto. Están en las novelas y cuentos personajes llenos de aprietos, asuntos pendientes, amarguras, contradicciones. Quizás por eso me estoy interesando por el género de los diarios, en donde los escritores se muestran con más crudeza. Estoy leyendo La novela luminosa de Levrero, y hoy me han recomendado Diarios Centrales de José Donoso y La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro. La existencia se muestra allí tal como es, no como en las redes sociales. Ahí es otra cosa. Nadie se anima a develar sus pellejerías.
Mirar al lado también contribuye a integrar, de mejor manera, la oscuridad que de tanto en tanto nos visita. Estuve hace poco en la casa de una mujer mayor que vivió el secuestro de uno de sus hermanos, el abandono de su marido con cuatro hijas pequeñas, y la muerte de un hijo a los cuatro años. La acompañaba su pareja, un tipo alto y de humor negro, que había perdido su pierna izquierda a los 21. Tuvo que haber sido complicado, le dije al hombre que frotaba una copa de coñac. No me resté de nada, me respondió. Con un fierro largo me las arreglaba para apretar el embrague y salía correr en auto que era lo que me gustaba, me contó. Yo escuchaba, curioso, mientras mascaba un camarón apanado. Y ahí estaban los dos, fumando a la antigua, en el baño, en la cocina, en el living, riendo, disfrutando de un aperitivo generoso, mirando el mar.
Ya nada me espanta tanto. Estoy aprendiendo rápido o tal vez sea el remedio que estoy tomando. Debe ser una buena combinación de ambas cosas. Pero se siente mejor así, incorporando, como lo hacen los orientales, los intervalos, los contratiempos, las rayas en el agua. Aceptando, no sin esfuerzo, no sin dolor, que las cosas simplemente son. Sin tantos juicios, sin tanta moral, sin horrorizarnos como si fuésemos algo distinto al ser humano.