RODOLFO

Mi perro cazó un ratón. Lo cazó y le dio muerte. Lo cazó, le dio muerte y lo dejó con su panza abierta, y unas cuántas tripas asomándose.  Lo había hecho antes. Pero eran apenas unas lauchas y con técnicas menos cruentas.  Este era más grande y la escena más escabrosa. Abandonó su cuerpo en la terraza, como una ofrenda, justo afuera de mi pieza. A mi señora no le gusta que nuestro perro ande matando ratas. Las prefiero en los árboles, sobre los cables, pero no tumbadas y con sangre, me dice.  A mí me da asco, pero tampoco tanto. Lo más repugnante es tomar el cadáver y meterlo en una bolsa. Le pedí a mi hijo que me ayudara. Él abrió la bolsa y yo, entre que miraba y no miraba, intentaba agarrarlo con una pala evitando la huida de los intestinos. Vi su cuerpo tieso sobre el metal y la cola, esa cola, esa pelada y larga cola, declinando. Ojalá ese trámite lo hiciera el Teo, nuestra mascota, el homicida, pero no es el caso. Mi mujer lo retó. Mi mujer lo hizo dormir afuera. ¡Qué nadie lo toque! Mi mujer lo llevó al veterinario e inició un metódico ritual de desinfección. A mí me dio un poco lo mismo. Lo felicité en silencio. Bien hecho, le dije. Mejor un ratón muerto que vivo y adentro de la casa. Él me escudriñaba con sus ojos oscuros, confundido. Con mi hija más chica quisimos nombrar al difunto. No queríamos que se fuera así, de repente, de un solo mordisco y en el olvido. Lo llamamos Rodolfo. Fue idea de ella. El bicho tenía buen porte, y un pelaje suave y gris. Murió con el hocico abierto dejando ver pequeños y filudos colmillos. Adiós, Rodolfo, y lo ubiqué en una bolsa negra junto al portón. Discutimos con mi hijo mayor sobre el desprecio a los ratones. ¿Por qué? Porque son cochinos, papá. No. No basta. No es solo eso, repliqué. Las moscas también son cochinas y nadie da un grito o comienza a dar saltos en puntas de pie cuando ve una zumbando en el aire. Googleo. Descubro que en 1909, Freud documentó el caso de “El hombre de las ratas”.  Se trataba de un joven abogado vienés, de 29 años, aquejado por una neurosis obsesiva y fantasías terribles sobre sus seres queridos. Y en la mitad de todo eso, el miedo a los roedores. Pobre tipo. Después de nueve meses, Sigmund concluyó que el asunto de las ratas estaría asociado a conflictos inconscientes relacionados con su padre, e impulsos sexuales y agresivos reprimidos. Todo muy freudiano. El sujeto se curó. Es un pésimo resumen, lo sé, pero da ciertas pistas. Tal vez los ratones sean algo así como el inconsciente colectivo. Por eso andan deambulando en la sombra o en las alcantarillas, en lo profundo, donde nadie los ve. Cuando merodean a la luz de día, dicen, es porque están a punto de partir de tanto veneno que llevan dentro. Es el inconsciente aturdido.  No sé por qué escribo todo esto. La imagen de un roedor destripado trae lo suyo. O tal vez sea constatar, simplemente, que vivimos en medio de ratas, de perros que cazan ratas y de cosas que salen de su sitio. Y que eso, a pesar del asombro y la extrañeza, está bien.

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Por Matías Carrasco.

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