
Cuando camino por la calle veo gente que lee. Veo gente que lee y que fuma marihuana. No digo que la gente que veo leyendo esté, al mismo tiempo, pitando marihuana, sino que veo gente que lee y otra fumando hierba. Me pregunto por qué lo hacen. Los que fuman marihuana a la vista de todos, ¿no les da cosa hacerlo? Tal vez me esté volviendo viejo. En mi época no se podía. O quizás, tenga razón en levantar una ceja, y se trate del empobrecimiento del espacio público y la convivencia. Qué mal. Vuelvo al comienzo. Veo gente que lee. Es poca, pero aparecen de vez en cuando como personajes singulares. Algunos lo hacen llevando el libro con una sola mano, y otros, lo toman con las dos. Hay que tener cierta destreza. Andan a su ritmo, absortos en lo suyo, vaya a saber uno en qué historia. Los peatones los pasan por el lado, con audífonos, el rostro serio o enredados en sus pantallas. Y la gente que lee, ¿qué leerá? Intento descifrar el título mirando disimuladamente, pero nunca lo logro. Llevan el libro abierto y en un ángulo que hace muy difícil dar con el nombre del texto. Además, tienes apenas unos segundos para intentarlo. En el Metro es distinto. También uno se topa con gente que lee. Son escasas, pero existen. Y allí, en los vagones, el juego se hace más fácil. Las personas van detenidas, sentadas o de pie, y uno tiene tiempo para hacer algunas contorsiones, siempre con sigilo, y llegar hasta el título del libro. Una vez vi a una mujer leer “Middlesex” de Jeffrey Eugenides. Una joya. Al bajarme, le comenté al pasar “tremendo libro” y ella sonrío. Fuimos cómplices fugaces.
No sé qué diablos tienen los libros. Desde luego entretienen, nutren, y leer una buena pluma es algo así como hincarle el diente a una cereza que cruje u olfatear la piel de un recién nacido. Pero hay algo más. En una charla para Puerto Ideas el rector, Carlos Peña, hablaba de este asunto. Decía que con la literatura somos capaces de imaginar otras vidas posibles, de comprender el sufrimiento ajeno, y de ahí, el propio. “Cuando lees Crimen y Castigo, y sientes la culpa de Raskolnikov, no es la culpa de Raskolnikov la que sientes, sino la propia, despertada por el texto (…) Uno lee para asomarse a la propia vida”. Por ahí va la cosa.
Cuando uno lee una buena novela aparece, a la intemperie, el ser humano. Está el que ama, el arrojado, el exitoso, el hombre bueno, pero también, el ambiguo, el complejo, el que daña, el mediocre, el infiel, el que teme, el que no tiene ni un lugar en el mundo. Y a veces son la misma persona. En la literatura (y también en el buen cine) se muestran las miserias del hombre y de la mujer, las mismas que intentamos ocultar en una sociedad moralizante. Por eso leer es una práctica que nos conecta con lo que somos y acompaña. De alguna manera, al hundirnos en las historias que se relatan ante nuestros ojos, consuela saber que no somos los únicos habitantes pencas pisando sobre esta tierra ni los únicos azotados por el infortunio. Y aunque se trate de ficción, aquellos personajes son mucho más reales que el liquidámbar que se agita allá afuera, justo al lado de esa banca en donde un muchacho, atrás de una pequeña nube de humo, fuma afanosamente un cigarro de marihuana.
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Por Matías Carrasco.