
En esta Semana Santa me he visto apartando los ojos de Jesús y poniéndolos sobre los hombres que fueron crucificados junto a él, uno a la derecha y el otro a su izquierda. Mal que mal, tras el cruento episodio de la cruz, Cristo se convirtió en una figura reconocida y venerada en buena parte del mundo, con una fama que ha durado más de dos milenios y una chorrera de pinturas, textos, ceremonias, estatuas, monumentos, una Iglesia multitudinaria, y un cuánto hay erigido en su nombre. De alguna manera su muerte, el sacrificio, tuvo sentido. Para los creyentes, su cuerpo agujereado redimió los pecados del mundo. La resurrección enseña que hay una vida plena, un jardín sin quebrantos, esperando al otro lado del río fúnebre. Su final es un testimonio, un precioso relato literario, sobre el perdón, la hipocresía de los hombres y mujeres, la cobardía de Pilatos, el triunfo de la vida sobre la muerte, y la oportunidad, siempre presente, de la primavera. Pero de los otros, los dos tipos clavados en el Gólgota, poco o nada se sabe.
Releo los evangelios. Apenas hay algunas reseñas. Los llaman malhechores o ladrones. ¿Qué habrán hecho? ¿Qué habrán robado? En Lucas hay una narración algo más detallada. Dice que hay uno que se burlaba de Jesús y lo desafiaba a salvarse a él y, de pasada, también a ellos. Y el otro reprochó a su compañero, el bandido, advirtiéndole que ellos estaban pagando por lo que habían hecho, pero que Jesús no había hecho nada malo. Luego le pide al Mesías que se acuerde de él cuando entre en el Reino. Y Jesús le prometió que ese mismo día estaría con él en el paraíso. Décadas después, se hablaría del ladrón bueno y del ladrón malo. Ni si quiera se los nombra en la biblia. No sabemos cómo se llaman. Investigo. Me entero que en el año 130 D.C, en el evangelio apócrifo de Nicodemo, se les menciona como Dimas y Gestas. ¿Será cierto? A veces pienso que su aparición en la biblia estaría para ensalzar, en la hora última, otra vez, la integridad de Cristo.
Juan entrega un dato interesante. Dice que tras la crucifixión y para evitar dejar los cuerpos exhibidos en el sábado de Pascua, mandaron a acelerar el trámite. A los ladrones les quebraron las piernas. ¿Habrán estado vivos aún? ¿Habrán gritado? Cuánto debe doler eso. A Jesús, que estaba muerto (de eso sí hay registro) le clavaron una lanza en el costado de donde salió sangre y agua.
Ahora me pongo en el lugar de los familiares y amigos. El Nuevo Testamento cuenta que a Jesús lo acompañaban un grupo de mujeres de Galilea, además del apóstol Juan, María, su madre, y María Magdalena. Ellos miraban el horror a los pies de la cruz. Jesús también tuvo que haberlos visto. De hecho, dedicó unas breves palabras a Juan y a María. Pero los ladrones, ¿habrán tenido compañía? Seguro estaban también sus padres, hermanos, amigos, aterrados entre la muchedumbre vociferante que, con una moral con olor a pescados olvidados al sol, parecía gozar de la fiesta mortuoria. ¿Cómo decir, cómo defender, cómo animar en medio del tumulto bravío? ¿Habrán sentido vergüenza? ¿Impotencia? Tuvieron que haber sufrido lo indecible con sus hijos machacados, quebrados, expuestos a la barbarie.
El cuerpo de Jesús lo reclamó José, un buen hombre de Arimatea. Junto a otros lo envolvieron en una sábana y lo dejaron en un sepulcro nuevo, donde nunca nadie antes había sido enterrado. Al día siguiente un grupo de mujeres fue a visitar la tumba y se encontraron con la roca corrida y el milagro. Lo demás es historia conocida. Y a los otros, ¿los reclamaron? ¿los cubrieron con una sábana? ¿dónde los dejaron? ¿en una fosa? ¿los habrán abandonado? Nada se sabe.
La muerte trágica de Jesús tuvo sentido y de eso todos han hablado durante siglos. Pero cuando el infortunio, el dolor, la cruz recae sobre los que nadie o pocos ven, sobre los que no se tiene memoria, ni cuadros, ni Iglesia, ni esculturas, cuando parece ser un sufrimiento sin significado, qué decir, qué decirles a ellos y a sus deudos. Me acuerdo de una frase de Albert Camus en su libro La Peste, de dos tipos hablando sobre la creencia en los santos, y uno de ellos señala: “no tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”.
Esta Semana Santa aparto los ojos de Jesús y los pongo sobre los ladrones, porque sé que en ellos también hay verdad, tal vez la más incómoda, la de recordarnos, en estos tiempos rudos, que al igual que todos los hombres y mujeres sobre la faz de esta tierra nos equivocamos y hacemos daño, cargamos cruces y sombras y no por eso merecemos el desprecio, el salvajismo y el olvido.
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Por Matías Carrasco.