
Los adolescentes están abandonados, me decía un sicólogo tomando una taza de café. Había llegado en bicicleta y la tenía estacionada justo al lado de la mesa en donde conversábamos un cortado y un mocaccino. El sol me pegaba en los ojos. Tuve que acomodar mi silla junto a él. Yo atiendo a unos cuantos adultos, pero el resto son adolescentes, continuó. Pero nadie está muy dispuesto a trabajar con ellos porque además de cargar con sus conflictos hay que cargar con los papás. Pero yo me llevo bien con los padres, lo dijo tras unos anteojos oscuros. Un sicoanalista argentino, prosiguió, me convenció que los adolescentes eran una joya. Que había que aprender a mirarlos, a ponerse en sus zapatos y a recordar que también fuimos un embutido de hormonas, metidas de pata, cambios de ánimo e impulsividad. Se inclinó hacia atrás y cruzó los brazos. Hoy se les mide con la vara y severidad de los adultos, me atreví a decir. Y eso, además de ser una hipocresía flagrante, es injusto. El tipo asintió con la cabeza. Y lo que es peor, me aventuré, es que olvidamos que son menores de edad formándose en un mundo tan extraño, tan tecnologizado, tan distinto al de otras épocas, que ni siquiera los adultos somos capaces de asir con propiedad. El hombre asintió otra vez. Luego conversamos sobre literatura. Ambos compartimos el gusto por escribir y leer. A veces les escribo cartas a mis pacientes, dijo. Nunca se enterarán, pero son textos pensando en ellos. Escribí uno que se llamó El pequeño boxeador. Era un cabro que le gustaba agarrarse a combos pero el enano era exquisito. Es que somos esto y aquello, me diría una mujer, días después, a la que le contaba esta historia. En esa oportunidad no era un café el que estaba sobre la mesa, sino un buen Carmenere, unas copas de apperol y un ceviche de camarones. Esto y aquello, arremetió la mujer mientras encendía un cigarrillo. Me gustó esa frase. ¿No somos todos, de alguna manera, esto y aquello, exquisitos y carajos a la vez? ¿No habita en cada uno ese contraste, esa ambigüedad? Hay muchos ojos sobre los adolescentes, dijo el marido de la mujer con la espalda apoyada en la muralla, pero no para entenderlos sino para juzgarlos y culparnos de lo que estamos haciendo mal. Esta semana salió una carta en El Mercurio, advertí, de una profesora que exponía frases agresivas, insultos, agravios de adultos en Linkedin hacia la figura del Presidente de la República. Muchos de ellos y ellas, con títulos de CEO y de empresas reconocidas. Y luego nos preguntamos por qué tanta violencia en las salas de clase, rezaba la carta. Es hora de cuestionarnos quién modela y cómo modelamos. El cambio debe empezar por nosotros mismos, concluía la maestra. Parte del problema está en los adultos, se incorporó mi esposa mientras saboreaba una cucharada de sopa. A veces miramos a los adolescentes desde heridas o frustraciones sin resolver, tiñendo nuestras reacciones que se vuelven, a ratos, desmedidas y fuera de cuadro. Camino a casa, algo puesto, recordé la frase del libro Cerebro Adolescente de Frances E. Jensen: son como ferraris sin freno. Y es bueno saberlo. No para tener sobre ellos un trato complaciente o repleto de restricciones, sino para conocerlos, para estar cerca, para fijar límites, para ponernos en sus cuerpos torpes, en sus cabezas revueltas y difusas, en sus ojos y en sus oídos, en sus arranques vehementes, para entender, para intentar entender al menos, y comenzar a disminuir esa brecha que se ve tan grande entre padres y adolescentes, y que sepan que también tuvimos 14, 16 ó 18, y que estaremos ahí en las buenas y en las malas, sobre todo en las malas, cuando caigan feo, porque los queremos y porque al igual que ellos somos y seremos, aunque nos cueste admitirlo, esto y aquello.
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Por Matías Carrasco.