
El ejercicio del periodismo está experimentando cierta decadencia. Está bien que los tiempos cambien y con ello las formas, pero eso no quiere decir que las cosas deban ir pendiente abajo. Cuando estudiaba en la universidad, en un edificio céntrico de patio duro, entre fotocopias y hot dogs que se calentaban en el microondas de un casino discreto, el periodismo se hacía de otra manera. Por esos años se enseñaba la pirámide invertida y existía todavía una inclinación por practicar, o esforzarse en ello, una mirada objetiva de la noticia. Buscar la verdad era una tarea importante que le daba peso a la labor. Los periodistas eran mediadores entre los hechos y la audiencia, y transmitían con formalidad, exagerada a veces, los acontecimientos del día.
Era un oficio serio que se ejercía sobriamente. Se entendía que la noticia era el foco de interés y se le trataba con cuidado, a la altura del rol social que por esa época le cabía a la profesión. Se jugaba en una cancha con reglas intransables: investigar, salir a la calle, pasar horas en la biblioteca, ir directamente a las fuentes, cotejar versiones, confirmar datos, ser responsable, evitar los adjetivos cuando se trataba de informar. Quienes lograban cierta notoriedad era por la calidad de su trabajo, por los puntos de vista que planteaban, por las preguntas que hacían, por la capacidad de generar conversaciones de valor, o bien, por transmitir una noticia con datos y detalles que permitían hacerse una idea ponderada de la realidad.
Pero hoy el asunto es muy distinto. La irrupción de las redes sociales y el afán por lograr fama y reconocimiento ha hecho que buena parte de los periodistas (no todos, para ser justo) cambien el orden de los factores. Algunos, principalmente de televisión, dejaron de ser mediadores, prolijos y templados, entre la noticia y el público, para convertirse en protagonistas, la mayoría de las veces estridentes y ruidosos. Opinan de todo, con tono moral y justiciero, y lo hacen muy pendientes de las tendencias predominantes, corrigiendo sus discursos cuando el viento corrige también su dirección.
Periodistas, hombres y mujeres, se afanan por convertirse en celebridades. Tienen redes sociales y publican allí selfies, selfies y más selfies. Se hace muy difícil encontrar alusiones a hechos relevantes o contenidos noticiosos de interés. Es más, no solo se aprecian sus cuerpos y mascotas, sino también las marcas que representan. Hay de todo. Menciones a productos gourmet, chocolates, malls, autos, aplicaciones, insecticidas, lo que se le ocurra. ¿Se puede ser libre en el ejercicio del periodismo con tanto compromiso comercial? ¿Es posible buscar la verdad cuando se está tan preocupado de velar por la propia imagen? ¿Es factible plantear con coraje un contrapunto a la opinión dominante -clave para la discusión pública- cuando se tienen tan en cuenta las reacciones de twitter (hoy X) y las redes sociales?
Se insistirá en que el mundo cambió y el periodismo también. Que hoy la opinión tiene más valor y que es importante estar cerca de la gente e interactuar con ella. Suena bien, pero eso no es cierto. No del todo. Lo que hay detrás del fenómeno de “periodistas rockstars” es un narcisismo que siempre ha existido pero que hoy se exacerba en años de hiper comunicación y digitalización. Hay un culto a la propia personalidad. Lo mismo está sucediendo, con alarma, en la política.
Lo preocupante es que, por alimentar el propio ego y las ganas de figurar, se va perdiendo el rol fundamental del ejercicio periodístico, que es, entre otras cosas, entregar información veraz y de calidad que contribuya a una opinión pública más preparada y a un debate social de más espesura para un Chile mejor. Y cuando eso se olvida, esa sí que es una mala noticia.
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Por Matías Carrasco.