
Busco en el diccionario el significado de la palabra juzgar. Dicho de un juez o un tribunal: determinar si el comportamiento de alguien es contrario a la ley, y sentenciar lo procedente. Juzgar, entonces, no es opinar, no es tomar una posición, es algo mucho más determinante y definitivo. Se trata de medir con la vara de la ley y la moral lo que está bien y lo que está mal, y conforme a eso, emitir una condena.
Hoy vivimos en un mundo que juzga con una facilidad peligrosa y sorprendente. Basta que un hecho aparezca, en la esfera pública o privada, para que se le dé por acreditado y sin más, comiencen a proliferar los jueces, la mayoría con vidas e historias manchadas (como son todas las vidas de los hombres y mujeres que habitan este mundo), pero eso da la mismo, a la hora de juzgar importa un bledo la basura que tengamos en nuestro propio jardín, y disponen su mano al frente, y despegan el dedo índice, y apuntan con furia, con sospechosa ira, al que ha sido acusado, al que cometió un error, y no se lo perdonan, y dictan cátedra, y fijan sus propias sentencias, y que qué espanto, y que cómo es posible, y qué como fue a pasar una cosa como esta. Y todo lo señalan, y todo lo vociferan, sin tener idea de lo que ha sucedido, sin tener información, sin conocer los detalles, sin siquiera escuchar la versión del apuntado, con un desparpajo que da arcadas.
Podemos entretenernos en esto, de hecho, pareciera que las personas lo disfrutan. Uno lo ve en las redes sociales, en grupos de whatsapp, en conversaciones de sobre mesa. Se siente bien cuando juzgamos a otros, y más bien todavía, cuando lo hacemos con vehemencia y una cosa media salvaje y primitiva. Que yo lo mato. Que yo lo cuelgo en la plaza pública. Que yo lo destierro. Nos convencemos, aunque sea mentira, que nosotros somos distintos, que pertenecemos a una especie diferente, que estamos hechos de otra madera, de una raza inmaculada. Es como si quisiéramos desprendernos de ese asunto que se llama humanidad y que nos convierte en seres frágiles, pencas, que trastabillan de vez en cuando. Por más que no queramos verlo, nadie se salva de la sombra y de la pequeñez de ser humanos.
Tal vez haya que estar en el lugar de los enjuiciados para entenderlo. Es bueno saber que el juicio no es gratis. El juicio causa mucho daño, sobre todo cuando es público y se ejerce desde la muchedumbre y del anonimato. No es lo mismo alguien que te juzga a la cara dándote la posibilidad de defenderte, a esa masa brumosa, que desde la oscuridad, donde habitan los cobardes, disparan sus ácidos dardos, para escabullirse otra vez. El juicio, desinformado y a distancia, hiere, excluye, aplaca, la mayoría de las veces de manera injusta y desmedida.
La otra cara del juicio sería la curiosidad. Se trataría de que, frente a un hecho conocido, reprochable a primera vista, nos abriéramos a entender. Más que dictar un fallo como jueces implacables, nos dispusiéramos a hacer preguntas: ¿qué pasó? ¿será tan así como lo cuentan? ¿por qué habrá sucedido? ¿qué han dicho los involucrados? No es fácil. Menos en una sociedad en que nos acostumbramos, con una hipocresía abismante, a intentar separar a los buenos de los malos, quedando siempre, en una dudosa coincidencia, del lado de quienes nunca erran.
Dejar el púlpito del juez y bajar de los altares podría ser una buena salida para construir comunidades y lugares más amables, dialogantes y compasivos. Pero eso sí que requiere de cuestiones que hoy son excepcionales, como la franqueza, la humildad, y sobre todo, la valentía, mucha pero mucha valentía.
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Por Matías Carrasco.