
Me levanté temprano. Le estoy haciendo guardia a la primavera. Dicen que no llega hoy. Me cuentan que viene con el equinoccio, este domingo. Yo no sé nada de equinoccios ni de planetas, pero sí de primaveras. La espero porque sé que vendrá. Hace tiempo que estoy anunciando, entre amigos, su llegada. No nos abandonará, no nos abandonará la primavera. Lo digo como si fuese un pregón o un rezo. Y cuando supe que ya venía, que quedaban solo horas, me desperté con el alba, hice un café, abrí las cortinas de la ventana, y me senté a escribir para darle la bienvenida.
La primavera es la hora de las esperanzas. Por eso hay que tomársela bien en serio. En un mundo sombrío, confuso, algo jodido, a veces cruel e injusto, saber que de pronto, de un minuto a otro, hace su estreno, como una niña porfiada y risueña, la primavera, es una verdad que no podemos dejar pasar. Ya no se trata de una cuestión de fe o de una promesa vacía, es un hecho incontrarrestable, que está ahí, al alcance de cualquiera que quiera asomarse a mirar.
Algunos pasan por un invierno duro y frío. Algunos sufren los embates de la lluvia y de noches largas y oscuras. A veces toca un trago amargo. A veces toca una botella entera de amargura. A Jesús le dieron de beber vinagre cuando estaba clavado en la cruz, justo antes de inclinar la cabeza y entregar su espíritu. Nadie nos libra de las tinieblas. Vendrán también como la primavera. Y ahí estarán los afligidos, dispuestos todos en una enorme balsa, hundiendo sus remos en el mar de los pesares, a veces abatidos, a veces borrachos, entre cánticos alegres para darse ánimo, con la esperanza de llegar a una nueva orilla.
Pero ahí está la primavera, anunciando nuevamente su llegada. Está el manto solitario sobre la tumba como señal de resurrección. Está el cactus de Neruda, el negro y erizado, azotado por las olas, estrenando la primera flor de septiembre. Está la gaviota dando círculos sobre la balsa como signo de tierra firme. Y están los hombres y mujeres, en el coro de los marineros desventurados, levantando sus brazos, eufóricos, victoriosos, porque al fin, después de tanto, llegó el consuelo.
La primavera nos recuerda, como en la Zona de Promesas de Gustavo Cerati y Mercedes Sosa, que al final, al final, hay recompensa. Cuando arrecian tiempos difíciles, cuando el desierto se instala en la cabeza, cuando hay que atravesar por pasadizos altos y angostos, cuando los tigres aparecen en la noche, cuando incluso la muerte golpea nuestra puerta, debajo de nuestros pies, en lo profundo de la tierra, silenciosamente, sabia y testaruda, se está gestando la primavera. Hay que hacerle guardia con la confianza del centinela.
Abro la ventana y salgo al balcón. Es una mañana soleada y fría. Busco señales. Hay flores blancas y otras rosadas colgando de una enredadera. Los pájaros cantan. No hay nada mágico en el aire. Es un día normal. Qué decepción. Y de pronto veo al perro del vecino, un animal viejo y gordo, olfateando el suelo. Tal vez él sepa, con esa soltura y esas orejas caídas, que ahí viene, que está llegando, trepando desde abajo, la primavera.
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Por Matías Carrasco