¿La casa de todos?

La ex presidenta, Michelle Bachelet, a quien aprecio, ha salido a escena para apoyar la campaña en contra del plebiscito constitucional. Lo ha hecho en un video que está generando debate por decir cosas que no son necesariamente verdaderas (porque no han ocurrido), pero que podrían ser plausibles si se dan ciertos acontecimientos, si se cumplen ciertas teorías, si se dan ciertas interpretaciones. Todo envuelto en la bruma de estos tiempos en donde la verdad se confunde con la mentira, el engaño, la finta, las advertencias y augurios. Es difícil (casi imposible) separar la paja del trigo y saber cuánto de lo que se dice es real, es medio real, es parcialmente real o es, definitivamente, un embuste. Pero no es a esto a lo que me quiero referir. Tal vez debiera decir solo una cosa: el feminismo y los derechos de las mujeres están tan presentes en la cultura, en el momento y en la sociedad actual, en la política, en la empresa y en los medios, que veo muy difícil que una supuesta (porque es eso, un supuesto) interpretación de la constitución derive en un perjuicio para las mujeres y las garantías que han ganado.


Lo mío tiene que ver con otro asunto. Como parte de su arremetida, Bachelet publicó una columna en el diario El País, titulada “que no se joda nadie”, en donde además de mencionar los mismos mensajes del video, recurre a la unidad como eje central para rechazar el texto que se le ofrece a los chilenos. “La Constitución debe ser un piso común para lo que somos y lo que queremos ser. Debe ser el marco en el que quepamos todos y todas, y que sea capaz de representarnos a todos y todas. Y eso no sucede con la propuesta constitucional”– dijo. Comparto sus palabras. Es lo que debiera ser, o más bien, lo que debió ser siempre. Es uno de los motivos por el que cerca de un 80% de la ciudadanía aprobó el inicio hacia una nueva Constitución. Era, para muchos, la salida democrática a la violencia del estallido social y una oportunidad terapéutica para construir, juntos, la casa de todos. Pero no fue así.


El texto que votaremos el próximo 17 de diciembre no es, precisamente, una Constitución que nos una. Pero la propuesta de la Convención exhibía el mismo vicio partisano, incluso con ostentación y espectáculo. Aun así, la ex Mandataria y la izquierda que hoy reclama unidad, la aprobó con entusiasmo y la esperanza de un Chile mejor. “No es perfecta, más se acerca a lo que yo siempre soñé” – citaba, Bachelet, en esa oportunidad, con la melodía de Pablo Milanés en los oídos. Respecto al deseo de un texto amplio y convocante, poco o nada se escuchó.


Y la derecha muestra también, por otros motivos, el mismo doblez. Los que se indignaron por la marginación de un sector político, hoy están dispuestos a votar a favor, por la estabilidad, por la economía, para que se termine esta pelotera. Ya no importa si está hecha o no con amor.


En otras palabras: si los intereses de mi bando están representados, apruebo sin más. Y si no, rechazo, apelando a la unidad del país. Esto permite constatar, si somos honestos, que el deseo de unidad de nuestros dirigentes no es ni tan cierto ni tan arraigado. Es más bien requerido, por derechas e izquierdas, solo cuando conviene.

Yo ya me convencí: esta clase política no logrará llegar a una propuesta conciliadora, ya sea en un tercer, cuarto o quinto intento. Me declaro uno más en la fila de los decepcionados. Entiendo que en el juego de la política uno pueda ir y venir, decir y desdecirse. El problema es que cuando eso ocurre, y ocurre repetidamente, con descaro, con liviandad, sin explicaciones ni autocrítica, los conceptos se van desdibujando, la unidad se va desdibujando, y pierde sus formas y su nitidez, hasta parecer casi un fantasma. Y la confianza en la política comienza, otra vez, a crujir como una tabla vieja.

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Por Matías Carrasco.

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