
Hace muchos años que murió mi padre. Fue de un infarto. Le avisaron a mi mamá por teléfono. Su papá se murió, nos dijo. Y lo dijo así, rápido, nerviosa, sin titubeos ni algodones. Lo fuimos a ver a su departamento. Había gente, rostros familiares. Entramos a su pieza y estaba allí, recostado sobre su cama, con un pañuelo amarrado a la cabeza, sosteniendo su mandíbula. Era una imagen graciosa, como fuera de cuadro. Fue la primera vez que vi a un muerto. Todo eso sucedió el 15 de agosto de 1999.
En esa primera Navidad recuerdo la tristeza. No era algo punzante ni incómodo, sino más bien algo helado, quieto y profundo. Una mezcla entre calma y dolor. Al caer la tarde del día 24, deambulaba por la casa como disimulando, esquivando villancicos y los preparativos de una fiesta navideña. Mi madre cocinaba en el primer piso, y yo arriba, acusando las réplicas de la muerte que lo deja a uno como abatido. Imagino que mis hermanos andaban igual. Pero no me acuerdo de que lo habláramos, no al menos ese mismo día. La tragedia tiene eso, como de tapar la boca, de dejar las cosas en silencio. Mis amigos, que estuvieron conmigo en el funeral y los días siguientes, ya estaban en lo suyo. Me sentía como a destiempo. Pero de pronto sonó el teléfono. Era de esos aparatos antiguos, que giraban al marcar. Contesté, y se trataba de una compañera de universidad. Teníamos muy buena onda, pero no éramos necesariamente amigos. Te mando un abrazo en esta fecha especial, me dijo. Quizás fueron otras sus palabras (ha pasado el tiempo), pero ella sabía, no sé como diablos, pero ella sabía de mi tristeza navideña. Me sorprendió. ¿Por qué me llamaste?, pregunté. Porque también murió mi papá.
Desde ese día, hace 24 años, que la Navidad la celebró con cierta nostalgia, pero también con la idea de intentar, al menos, regalar consuelo. A mi excompañera (a la que nunca más vi) le escribo, cada tanto, para agradecerle su gesto. Y trato de recordar, cada año, a amigos que estén celebrando su “Navidad especial”. Me mueve el contraste entre el festejo, la alegría, el ajetreo, y vidas estacionadas en la berma.
No soy bueno para los regalos, las compras y todo ese asunto. Nada personal. Simplemente no lo tengo en mi cabeza. Podría estar con el Grinch tomándome una cerveza en el bar de la esquina. Pero sí me gusta eso de andar olfateando “navidades especiales”, enviarles algún whatsapp, y pasar así mi noche buena. Mal que mal lo que se celebra hoy es el nacimiento de un hombre que andaba recogiendo gente herida al borde del camino.
Está bien la magia, la fiesta y la alegría. Pero quizás se trate de algo más sencillo o más complejo: de mirar y acompañar, con pequeños gestos, a quienes no están teniendo una feliz Navidad.
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Por Matias Carrasco.
