
Siempre me ha atraído esto de alentar la esperanza. La idea se la escuché por primera vez a Cristián Warnken (que vuelve sobre el mismo tema, cada tanto), y a un amigo cura que me hablaba de soplar las brasas, de no dejar nunca que el fuego se apague. Quizás tenga que ver con mi formación católica y la promesa de la resurrección. Un tipo me decía que creía en cualquier cosa, menos en la resurrección. ¡Pero si es el orgasmo de esta historia! – le retrucaba. Sea o no cierta, conviene creer. La creencia de la vida después de la muerte, de un nuevo comienzo, del rearme tras el derrumbe, es agotadora pero fascinante. Por eso tengo como himno el poema al negro y olvidado cactus de la costa, de Pablo Neruda: y ahora te lo digo y me lo digo: hermano, hermana, espera, estoy seguro: no nos olvidará la primavera.
Alentar la esperanza debiera ser un artículo de la nueva Constitución. Artículo 1: las personas tienen el deber de alentar la esperanza en tiempos sombríos y quejumbrosos. Y en esto la ley será irreductible. Si fuese una norma el gobierno tendría el mandato de alentar la esperanza, lo mismo los parlamentarios y autoridades en ejercicio. Y si no, acusación constitucional.
No se trata de mentir. Tampoco de un optimismo ciego. Sería más bien todo lo contrario. La esperanza, la firme, es la que mirando al mundo de frente sostiene que, a pesar de todo, de lo horrendo y de la muerte, del abismo y la caída, de los lamentos y la derrota, algo nuevo podría estar por nacer. Los orientales recomiendan la práctica de la curiosidad. Mirar con ojos abiertos y dispuestos. Bruce Lee diría: be water, my friend. La psicoanalista, Anne Dufourmantelle, recomendaba mantener el salto, aguantarlo, soportar el miedo, porque al otro lado espera una nueva orilla.
Vivimos tiempos difíciles. Mi señora dice que son los planetas, y yo ya le creo. En Chile la ola reventó hace un rato y no para de revolcarnos. El panorama es feo. Hay que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para mejorarlo. Pero junto con plantear los problemas, con ponerlos arriba de la mesa -la delincuencia, la corrupción, la crisis climática, el debilitamiento de las instituciones – es importante dibujar, al lado de todo eso, un horizonte, un argumento, un contraste reponedor.
Hace unos días visité una casa en donde se reciben y cuidan niños enfermos de cáncer, que ya están en una fase de tratamientos paliativos. Van allí, junto a sus padres, a morir. Es un lugar increíble. Llama la atención la arquitectura, la luz, los jardines interiores, los murales pintados con pájaros, las habitaciones, los muros entablillados, la sala de arte y juegos. En el oratorio había dibujos infantiles de astronautas. La noche anterior velaron a un pequeño de ocho años. Algo abatido le pregunté a la directora cuál era el sentimiento que prevalecía. Si acaso era la tristeza. No, me respondió, es emoción. Es duro, pero también se viven aquí momentos gratificantes. No sé si fueron exactamente esas las palabras, pero tenían ese sentido.
En esta época, alentar la esperanza puede parecer una cursilería. Para algunos, algo inútil o un consuelo mediocre. Pero yo estoy convencido. Contra todo pronóstico, hay que hacerlo. Es la resistencia que necesitamos. Aunque no se asome, hay que buscar, escudriñar, olisquear como los perros. Porque está, en alguna parte, yo sé que está.
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Por Matías Carrasco.
Para crecer en la esperanza podemos comenzar por expresar gratitud por todo lo que nos regala la vida gratuitamente…
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