
Trato de no hablar mal de los muertos, aunque a veces me he visto tentado a hacerlo. Menos de los que han partido hace apenas unas horas. Incluso cuando son despiadados, intento evitarlo. Los muertos ya no están y tras ellos hay una esposa, hijos o un marido que merecen la distancia de los extraños. ¿Para qué husmear en los cajones ajenos? Además uno nunca sabe qué diablos se teje en el alma de los muertos.
Pero el Presidente Boric habló esta semana de ellos. De Teillier y del condenado por el brutal asesinato de Víctor Jara, Hernán Chacón, que decidió suicidarse al ser notificado de su destino. Extrañamente, juntó ambos mundos. “Guillermo Teillier murió como un hombre digno, orgulloso de la vida que había vivido, y hoy día cuando estamos próximos a conmemorar 50 años hay otros que mueren de manera cobarde para no enfrentar a la justicia» – dijo.
Es una declaración ácida y filuda. Tiene la fuerza, y también el veneno, de esas cosas que se dicen sin nombrarlas claramente. Pero todos sabemos a qué (y a quién) se refería.
Es una mala frase, pero no solo por la relación que podría establecerse entre suicidio y cobardía, desde luego, inexacta. Hace muchos años, hablaba con mi suegro de la época sobre una pareja de estudiantes universitarios que se había suicidado. Él, un hombre alto y de nariz puntiaguda, decía que eso era pura cobardía. Yo replicaba, con la insolencia de la juventud, que eso era una enfermedad, o desesperación, o un sufrimiento inconcebible. “¿Acaso no hay que tener coraje para escalar veinte pisos y lanzarse desde allí por los aires?” -le pregunté. Un día después, a pito de nada, me comentó que había cambiado de opinión, que no se trataba de cobardía. No sé qué habrá pasado por su cabeza, pero esa tarde me pareció más alto que el día anterior.
En otra ocasión vi los ojos de un suicida que lo intentó sin suerte. No había allí cobardía, sino desesperanza. Una vez le pregunté a mi sicoanalista por qué algunas personas lograban sortear momentos muy difíciles y otras se decidían a terminar con su vida. Pensaba que era un asunto de tolerancia a la tristeza. No es solo tristeza, me aclaró el terapeuta. También puede ser odio, odio a uno mismo. Por eso atentan contra la propia existencia.
No. No se trata de una correspondencia entre pusilánimes y suicidas. Incluso pienso que ni el mismo Presidente Boric quiso llegar a esa conclusión. Lo que dijo lo dijo desde la emoción de la muerte de Teillier, su amigo, y la rabia de una justica esquiva. El punto, y esta es la otra cara de una frase inoportuna, es que el Mandatario, sobre todo en estos tiempos revueltos y crispados, sobre todo en la conmemoración de los 50 años del golpe militar, debiera ser el primero en cuidar las palabras, la convivencia y la unidad nacional.
Aunque lo piense, aunque lo sienta en la guata, incluso aunque tenga razón, el Presidente no puede decir lo primero que se le venga a la cabeza, ni menos declaraciones que calientan los ánimos de una tierra que viene subiendo de temperatura hace un buen rato.
Este es un tema que no solo lo atañe a él, sino que a buena parte de la clase política, de uno y otro lado. Son autoridades. Ellos y ellas guían y deciden los pasos de Chile. Debieran ser un ejemplo de diálogo, mesura y responsabilidad. Pero no han estado a la altura. La mayoría no lo ha estado. En vez de tender puentes, se enredan en la pelea chica, en viejos rencores, en sus luchas de poder y en performances y frases estridentes que solo persiguen likes y al aplauso de los suyos.
A veces me viene la nostalgia y el recuerdo del Presidente Aylwin en el Estadio Nacional, con la dictadura apenas en su espalda, aguantando la pifiadera de miles de chilenos, defendiendo el derecho a la reconciliación, recordándonos, a viva voz, que Chile es uno solo, ¡sí, señores! ¡sí, compatriotas!, uno solo.
Ojalá viéramos hoy, en nuestros líderes, ese atrevimiento y valentía.
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Por Matías Carrasco.