CUENTO: LA PERRA

Damián tocaba el timbre, pero no respondía nadie. El mini bus que lo traía del colegio lo dejó justo al frente de su casa, y después de un par de bocinazos, se fue echando un poco de humo, como de costumbre. Pero esta vez, nadie abría.

Damián se agachó y miró por debajo de la puerta. Alcanzó a ver el pasto medio seco, las hortensias cabizbajas, unos pastelones que llegaban hasta la entrada y la pequeña saltarina donde se entretenía por las tardes. Se sacudió las rodillas y volvió a ponerse de pie. Ahora, intentó golpeando el latón oscuro con sus nudillos diminutos. Pero nada.

Un auto pasó chirriando justo atrás suyo. Sintió miedo. Volvió a tocar el timbre. Esta vez con insistencia. Se le apretó la guata y le dieron ganas de ir al baño. Dejó la mochila a un lado, se sentó con su espalda apoyada en la puerta, y hundió su cabeza entre las rodillas.

– ¿Qué pasó, niño? – preguntó una mujer, toscamente.

Damián levantó la cara, y vio a la perra. Así le decían en el barrio. Era la vecina que vivía cruzando la calle. Tenía unos sesenta años, el pelo rubio y tomado, y unos anteojos de un marco brillante. Sus labios eran delgadísimos, la nariz puntiaguda y una expresión, casi siempre, amarga. Le corrían varios cuentos que le hicieron ganarse el apodo de “la perra”. Se decía que odiaba a los gatos (algunos aseguraban que tenía uno crucificado en el living, arriba de una chimenea vieja) y que hacía sus necesidades, las líquidas y las robustas, en el patio. Pero no solo eso. También se le atribuía un carácter extraño y temible. Decían que su casa estaba llena de cerrojos y puertas blindadas. Se comentaba que había una justo antes de subir la escalera que daba a su dormitorio. Otra al final de los escalones, y una tercera puerta, la de su pieza, maciza y de siete cerraduras. Algunos rumoreaban que allí escondía a su esposo muerto. El marido era un profesor universitario. En los últimos años, era habitual verlo salir o llegar a su casa con la misma facha: un pantalón claro ajustado más arriba de su cintura, una camisa blanca abotonada hasta el cuello, zapatos cafés de suela gruesa, la cabeza calva y unos libros bajo el brazo. Parecía menos serio que la señora. A veces soltaba una sonrisa. Pero no hablaba con los vecinos. En esa casa, nadie hablaba. Pero hacía tiempo que no se le veía. De un día para otro, el caballero se esfumó. Y empezó otra vez el comidillo. Silvia, la del pasaje, aseguraba que el tipo, simplemente, se aburrió y se fue. Irma, la de la pastelería, decía que el “chico pelado” (Irma nunca cuidó mucho sus palabras) estaba enredado en asuntos legales, incluso medios oscuros, y que, apretado por la policía, decidió huir. Y Mario, el del almacén, el que mejor sabía contar historias, afirmaba que la perra lo había envenenado, que lo hizo un día frío, con un pastel, de esos de manjar que vendía la Irma, y que después de engullir el pastelito, el viejo se puso tieso, dio un par de tiritones, dejó caer su cabeza contra el plato y allí se quedó, duro como un pan añejo. Y luego, el cuento de que la perra lo tenía oculto en su pieza, bajo siete llaves. Todo eso se decía, aunque nadie había entrado en su casa, nunca.

– ¿qué pasó, cabro? – insistió la mujer, mirando hacia abajo.

Damián, que también sabía de la perra, tragó un poco de saliva y levantó los hombros.

La perra dio un paso adelante y tocó el timbre. Luego intentó mirar sobre la puerta.

-Aquí no hay nadie – dijo-. Te dejaron solo.

-Mi mamá está trabajando – respondió Damián, con un hilo de voz.

-¿Y qué vas a hacer? Un niño de tu edad no puede estar solo en la calle.

Damián no respondió. Tenía su vista pegada en los zapatos de la mujer. Se parecían a los de su abuela.

-¿Quieres esperar en mi casa? Puedo comprarte un pastel – dijo la señora.

Damián levantó la cabeza y abrió los ojos como cuando viene el pánico o el asombro.

-¡Ja! – la perra, soltó una risotada -. No creas en todo lo que dicen. Son tonteras. Olvídate del pastel, chico. Te preparo un vaso de jugo.

Una brisa movió la copa de los árboles y cayeron algunas hojas en el suelo.

Por la misma vereda venía caminando una señora gorda con delantal, cargando pesadas bolsas de plástico. Cojeaba levemente de un pie. Pasó por la espalda de la perra y unos metros más allá devolvió unas miradas curiosas. La perra, en un ademán intimidante, movió los brazos y gritó “¡bu!”. La señora dio un salto, aceleró el tranco, y dio vuelta en la esquina.

Damián, sonrío.

-La gente me tiene susto, niño. Exageran. Inventan. Nada de lo que dicen es verdad.

Damián observó atentamente a la perra. Tenía una pollera larga y gris que le llegaba hasta más abajo de sus rodillas. Arriba andaba con un beatle blanco, y sobre él, un collar de perlas. Las manos las tenía huesudas y con las venas bien marcadas.

-Vamos a mi casa. Esperaremos a tu madre allí – dictó la perra, dando la media vuelta.

Damián se quedó fijo en su lugar.

-¿No vas a venir? -preguntó la mujer, girándose.

El niño negó con la cabeza.

-Dicen que mató a su esposo – se animó a comentar Damián.

-Y dicen también que lo tengo encerrado bajo siete llaves en mi dormitorio – respondió la perra, acercándose al niño-. Eres muy chico para todos esos chismes. No tengo por qué contarte qué diablos pasó con el infeliz de mi marido. Apuesto que tu papá tampoco está contigo. Tu madre debe saber por qué los hombres se van de casa. Pregúntale a ella. ¿O también lo tienen muerto y escondido en el segundo piso? – Esto último lo dijo mirando la ventana que estaba justo arriba de un damasco.

Damián hizo una mueca.

-¿Y el gato que tiene clavado sobre la chimenea? – arremetió ahora con la voz más firme.

-¡Ja, ja, ja! – río la perra. – Eso no lo había escuchado. ¿Y cómo se supone que tengo clavado al gato, cabro metiche?

-En una cruz – respondió el niño, ahora con un tono acusador.

-No podría clavar a un gato. No sabría cómo hacerlo. El único gato que tuve se llamaba Gaspar y trepaba las cortinas. Y eso fue hace tantos años que poco me acuerdo. Tampoco lo clavaría en una cruz. Eso es para los santos y ladrones.

-¿Y la caca? – preguntó Damián, esta vez con un dejo más retraído.

-¿Qué caca? – dijo la perra, irritada.

-Qué hace caca en su jardín – aclaró.

La perra miró a un lado unos segundos. Luego volvió sus ojos a Damián.

-¿Vas a venir, o no? Te puedo dar algo de comer.

El niño negó con la cabeza.

-¡Cómo quieras! – dijo la perra. Cruzó la calle y entró a su casa.

Damián comenzó a mascarse las uñas. En la vereda del frente tres hombres pasaron caminando, hablando en voz alta y bebiendo unas latas de cerveza. Damián los siguió con la mirada. Luego, cruzó sus brazos sobre el estómago y se puso a llorar con la vista pegada al piso.

Una ráfaga movió otra vez las ramas de los árboles, y la tarde se hizo más fría.

De pronto, Damián sintió una presencia extraña, invasiva. Cesó el llanto, levantó la cabeza y allí estaba la perra, ahí estaba la mujer, puesta en cuatro patas, olisqueando su cara y lamiendo su nariz, su boca y sus lágrimas, con una lengua áspera y mojada. Y en el suelo, un pan de queso y jamón envuelto en una servilleta de papel.

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Por Matías Carrasco.

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