SONREIR

camping

Habían acordado partir el tercer fin de semana de septiembre. Hacía ya cuatro años, desde que Vicente cumplió los cinco, que él salía una vez al año junto a su padre de paseo. Antes habían estado en unos domos en Casablanca, también alojando en Río Clarillo, en Hierba Loca y en el valle de Tinguiririca, en la sexta región. Esta vez decidieron juntos acampar en Guanaqueros.

Ambos contaban los días para cumplir ese rito que consideraban suyo y sagrado. A Hernán le gustaba pasar tiempo con su hijo. Intuía que darle toda su atención era una manera de decirle que lo querría para siempre. Y Vicente se sentía especial cuando su padre ponía sobre él esa mirada quieta y sin urgencias.

Partieron después de almuerzo. Chao Mamá. Chao, mi amor ¡pásalo bien!. Chao negra. Chao Hernán, maneja con cuidado. No olvides echarle bloqueador. La primera parada fue en el supermercado. Puedes comprar lo que quieras Vicente. Y Vicente, excitado, fue completando el carro con nutella, papas fritas, mantecoles y bebidas. Hernán aportó con la carnes, el carbón, cervezas y un buen vino. Durante el viaje, el pequeño durmió la mitad del camino y su padre pensaba en su vida acompañado de Serrat, Sabina y Peter Gabriel.

Llegaron al camping a las siete de la tarde. Era un lugar tranquilo, con una generosa vegetación que contrastaba con el paisaje seco del norte de Chile y con una extensa playa que se asomaba a unos cien metros del ajetreo de los visitantes. Cada sector estaba separado por arbustos altos y espesos y bien equipado con una mesa de madera, una rústica parrilla y baños y lavadero a la mano. Mientras Hernán descargaba las cosas del auto, Vicente dibujaba en cuclillas con un palo sobre la tierra. Luego comenzaron a armar la carpa. El padre iba enfilando los tubos y el Bicho iba clavando estacas con una piedra mediana. Con la misión cumplida, después de dar una vuelta al lugar, encendieron la parrilla.

Esa era la parte que Vicente más disfrutaba. Le gustaba mirar el fuego, girar las salchichas y quedarse quieto, acurrucado en los brazos de su padre, viendo como chorreaba la longaniza y el vetado. Gozaron de las conversaciones y también de los silencios. Después de comer, lavaron platos y vasos, se cepillaron los dientes y se fueron a acostar. Bien adentro de su saco, Vicente le contaba a su padre las sombras que veía dibujadas por la noche en el techo de la carpa. Veía mariposas, un perro con el hocico abierto, una sombrilla y una anciana encorvada con su bastón. Hernán soltaba carcajadas y lo animaba a seguir descubriendo figuras. Vio también un dinosaurio, unos zapatos de taco alto y otro perro echado sobre su cola. Y así, imaginando, Vicente se durmió y su padre lo miraba encariñado, acariciando su pelo y sus mejillas. Después de unos minutos, Hernán salió, se sirvió una copa de tinto, se sentó frente a las brasas que aún vivían y lloró un rato largo.

Un fuerte sol los despertó en la mañana. Limpiaron la mesa de las hormigas que habían atraído los restos de la última comida y desayunaron leche, huevos y pan con nutella. Se ducharon y embetunaron sus caras, brazos y piernas con bloqueador. Vicente tomó su balde y partieron a la playa. En el trayecto el Bicho se detenía para recoger flores y levantar piedras en busca de insectos. Hernán lo esperaba y acudía a su llamado cada vez que Vicente quería mostrarle una araña, un escarabajo o las añuñucas rosadas que se abrían en la mitad del sendero. El padre pedía una foto y el Bicho obedecía forzando una sonrisa con los dientes apretados y sus labios estirados.

En la playa Hernán se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena, mientras Vicente corría y saltaba sobre el desnivel que la marea había dejado la noche anterior. Así pasó un buen rato. Luego comenzaron a caminar con dirección al norte. El padre tranquilo, avanzaba y se detenía al ritmo de su hijo. Y el Bicho, lleno de energía, corría haciéndole el quite a las olas que amenazaban con morderle los talones. De pronto se encontraron con un lobo de mar muerto varado sobre la playa. El animal tenía la piel desteñida y rota por los rayos del sol. ¿Está muerto?, preguntó Vicente. Si Bicho, está muerto. Seguramente estaba solo y se desorientó hasta llegar a la orilla. ¿Y nadie lo ayudó Papá? Quizás nadie lo vio, Vicente.

Siguieron adelante. Llegaron hasta un roquerío de mediana altura que comenzaron a trepar. Entre medio cazaron cangrejos que pillaron escondidos en pozones de agua caliente y que Vicente ponía delicadamente en su balde. Llegaron hasta la roca más alta y se sentaron uno al lado del otro a observar el océano. Después de unos minutos de ver el mar revuelto y las olas rompiendo, Vicente, con la vista fija en el horizonte y una voz seria y reflexiva, dijo: tú sabes que soy una niña Papá y que siempre me he sentido así, ¿cierto? Hernán, con el corazón apretado, buscó sus ojos y después de encontrarlos le respondió: si princesa, lo sé. La besó en la frente, le sonrió y le dio un abrazo eterno. Vicente, sobre el pecho de su padre, también comenzó a sonreír.


Por Matías Carrasco.

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